Economista, profesor de la Universidad de Barcelona

Los datos de la EPA del primer trimestre de 2021 confirman la pésima situación del empleo en España y la lacra de un paro que lidera el panorama europeo. La preocupación es tanto por el elevado desempleo como por la angustiosa tasa de paro juvenil y por el número de hogares en que todos sus miembros se encuentran sin trabajo. Además, el paro castiga a los mayores de 55 años y a los más jóvenes. Otrosí, casi el 40% de los desempleados son parados de larga duración. Si ese contexto es lúgubre, las cosas son susceptibles de empeorar. Muchas empresas están tramitando EREs, otras se hallan contra las cuerdas y las insolvencias, en forma de concursos de acreedores, condenarán a más trabajadores hacia el desempleo. Pero, además, estamos viviendo una vertiginosa aceleración de la transformación digital y de la automatización. Muchos de los empleos perdidos tendrán pocas probabilidades de recuperarse, por lo que es imprescindible que se reasignen con carácter inmediato trabajadores entre sectores, de aquellos en declive a otros que apuntan a prosperar. Menos trabajo se traduce en menos ingresos y en menor producto para la economía española y en futuro más duro para todos nosotros.

No fue fácil alcanzar en el seno de Europa el acuerdo sobre la puesta en marcha de los fondos europeos que tendrían que servir para la reconstrucción económica de los distintos países. Por varias causas. La primera de ellas porque la situación financiera de las cuentas públicas no es la misma en unos países que en otros. La segunda, porque el daño económico provocado por la pandemia tampoco es homogéneo. En tercer lugar, porque se teme, desde el corazón de Europa, que algunos países no se ajusten, a la hora de invertir los dineros procedentes de los fondos, a las reglas del juego. Cuarto, porque el núcleo duro europeo se mantiene en sus trece de imponer unas condicionalidades a lo largo del período en que fluyan tales fondos, que determinados países del sur rechazan. Y quinta, porque igual algunos Estados confunden la finalidad de estos fondos, cuyo papel es el de actuar como catalizadores de reestructuraciones de modelos económicos, como parche para solventar los problemas estructurales que arrastran sus finanzas públicas.

El año 2020 ha sido el año del déficit público, algo que ya estaba previsto. El contexto sinuoso de un ejercicio muy delicado ha causado un destrozo de más o menos magnitud en las cuentas públicas de la mayoría de los países. En unos se ha logrado atenuar el shock, mientras que en otros el impacto ha sido de envergadura. La zona euro ha saldado 2020 con un déficit público del -7,2% y la Unión Europa del -6,9% sobre los respectivos PIB. Dicho en guarismos, los países integrantes de la zona euro han cosechado en conjunto un déficit público de 820.386 millones de euros con un PIB generado de 11.334.027 millones. Si comparamos estos números del pasado año con 2019, entonces el déficit público sumó solo 75.369 millones y el PIB alcanzó 11.949.223 millones.

Dentro de lo que ha sido la Global Money Week 2021, días atrás en el Colegio de Economistas de Cataluña tuvimos una conferencia con varios centros de enseñanza de Barcelona en la que participamos el decano del Colegio, Oriol Amat, el director del Instituto de Estudios Financieros, Josep Soler, y este servidor. La Global Money Week es una iniciativa organizada por la OCDE con el objetivo de concienciar a los jóvenes, desde una edad temprana, de la importancia de la educación financiera. Así que nuestra ilustre audiencia eran alumnos de cuarto curso de ESO y de primero de Bachillerato, y a la que desde el Consejo General de Economistas se procura dar cumplida y entusiasta respuesta.

Realmente causa pavor y estremece ver el deshonor de las finanzas públicas españolas en 2020. Uno siente vergüenza como ciudadano y contribuyente por el desaguisado montado por los gestores del dinero público y por su falta de rigor. Aquí la disciplina fiscal brilla por su ausencia.

Decía recientemente Satya Nadella, consejero delegado de Microsoft, quien con “su nube” le ha dado un renovado impulso a la compañía presidida por Bill Gates, que “la Unión Europea necesita analizar su competitividad”. Nada más lejos de la realidad. Días atrás comentábamos que Europa adolece una pérdida de fuelle que la ha convertido en el tercero en discordia, cediendo todo el protagonismo económico y financiero a Estados Unidos y China que libran su pulso particular. No era simplemente cuestión de déficit comercial la razón por la que Donald Trump arremetía contra China, clavándole más aranceles. El meollo nuclear del conflicto entre estadounidenses y chinos está originado por el progreso tecnológico de estos últimos que ya no se limitan a componer y montar los artilugios tecnológicos norteamericanos, sino que han sido capaces de desarrollar unos contextos tecnológicos singulares, compitiendo de tú a tú con Estados Unidos y marcando el paso en las redes 5G. La posición predominante de Huawei, por ejemplo, confirma recelos occidentales y que desde Estados Unidos, con apoyo disimulado de Europa al ser China un socio comercial clave, se auspicie a otros operadores, como Nokia y Ericsson, con la asistencia de la coreana Samsung.

Desde luego, proponiendo el tema de estas líneas, no vamos a descubrir la sopa de ajo ni mucho menos. La sostenibilidad de las pensiones es una discusión recurrente, por no decir que cotidiana. De momento, lo bueno es que las pensiones se van cobrando, que cada año hay actualizaciones gobierne quien gobierne, que los pensionistas, a veces con razón, se quejan y que a fin de cuentas tanto quienes gobiernan como quienes pretenden hacerlo saben que cuestionar ajustes en las pensiones, que pudieran ser a la baja o simplemente estancarlas, supondría minar sus opciones ante próximos lances electorales – que en España son varios cada año – porque los pensionistas son muchos millones de votos. Así que, de vez en cuando, conviene examinar la sostenibilidad de las pensiones con una mirada exclusivamente económica, ajena a veleidades políticas. Tal vez, éste sea el principal freno para acometer una positiva reforma de las pensiones que asegure su sostenibilidad cara al futuro. Esbocemos unas pinceladas sin recurrir a guarismos que dejamos para otro día.

Pues nada, que el Fondo Monetario Internacional (FMI) se pronuncia en el sentido de que menos política monetaria y más política fiscal. Europa no tira. Que los rebrotes pandémicos castigan, es evidente, pero, también, el bochornoso espectáculo de las vacunas que no sé si es del mismo calibre del “sofágate” pero que sí da lugar al “vacunagate”. Y, claro, en la zona euro, el Banco Central Europeo (BCE), con la mejor voluntad, va dopando financieramente la economía, con 1.850 billones de euros metidos para comprar deuda pública y privada. Todo tiene un límite. Y más si atinamos en que desde 2012, cuando el 26 de julio Mario Draghi anunció su lapidaria frase de “haré lo que haya que hacer, y créanme, será suficiente”, la munición monetaria lanzada por el BCE ha sido multimillonaria.

Como en tantas otras facetas de nuestras vidas, en el fútbol puede hablarse de un antes y un después de la pandemia. El fútbol se ha ido consolidado como una industria social de primer orden y el dinero que genera no únicamente ha de contemplarse desde la perspectiva exclusiva de los propios clubes de fútbol sino en el conjunto de operadores, agentes y negocios vinculados directa e indirectamente con el fenómeno futbolístico. A veces, cuando hablamos de turismo deportivo identificamos como tal el turismo propiamente futbolístico. Los grandes partidos, al igual que, salvando las diferencias, otros que no gozan de tanta visibilidad por el menor empaque de los clubes en disputa, mueven aficiones, audiencias en las retransmisiones televisivas, la atención de medios de comunicación y empujan al sector servicios: viajes, hostelería, restauración, comercio, cultura…

A lo largo de estos días nos ha caído una lluvia de previsiones económicas procedente de distintos organismos y organizaciones, internacionales, supranacionales, nacionales y gubernamentales, que provocan una auténtica empanada mental. Los pronósticos apuntan a crecimientos y contracciones del PIB, al sesgo de las tasas de paro y del empleo, a la tendencia del déficit público, a la evolución de la deuda pública y a un largo etcétera de referencias que, al no ser coincidentes entre ellas, nos colocan en situaciones dubitativas acerca de cuál será nuestra suerte. Por consiguiente, intuimos dónde estamos, pero se hace difícil concretar dónde estamos.