Economista, profesor de la Universidad de Barcelona

Por acá andamos liados con el pomposo Plan de recuperación, transformación y resiliencia, que suena indudablemente a lo grande, contando para ello con ese dinero que volará desde Europa hacia España, los tan sobados 140.000 millones de euros, que aún está pendiente de aprobación por parte de diez Estados miembros y que la Unión Europea tendrá que demandar en los mercados financieros por nada más y nada menos que 800.000 millones de euros. Palabras, hasta la fecha, todas; hechos, hasta el día de hoy, ninguno. Por promesas y brindis al sol que no quede. Por contentar a Europa, me da la impresión de que algo reticente con nuestro gobierno sobre el dinero que enviará, hágase todo lo que sea menester. Que tenemos un problema de cuentas públicas, pues, nada, endilguemos una subida de impuestos a lo bestia con el cuento de la armonización fiscal de las autonomías y digamos, con bravura, que se recaudarán 90.000 millones de euros extraídos a una economía que si no está agonizante, sí noqueada, con una ciudadanía trasquilada, empresas capitidisminuidas, autónomos arrasados y con unas expectativas de rehabilitación dudosas tanto en 2021 como en 2022. En fin, todo sea por la causa de prometer un mundo mejor y que nuestro país será junto a Estados Unidos el que mayor crecimiento de su PIB tenga este año. Demasiada locuacidad. Más valdrían discreciones y efectividades que no esa facundia.

No cabe duda de la dependencia que España tiene de Europa, de la Unión Europea (UE) y de lo que supone para nosotros el papel que desempeña el Banco Central Europeo (BCE). ¿Qué sería de España hoy si no fuera por ese apoyo europeo y por el auxilio financiero del BCE? Desde que empezó la pandemia en marzo de 2020 hasta finales de marzo de 2021, el BCE ha adquirido deuda soberana de España por importe de 104.227 millones de euros. Así que el frenesí de nuestra deuda pública que de fines de 2019 al cierre de 2020 aumentó en 156.750 millones – 125.515 millones sin incluir el asunto de SAREB -, al pasar de 1.188.820 millones de euros a 1.345.570 millones, se explica en parte gracias al socorro de la institución presidida por Christine Lagarde y vice presidida por Luis de Guindos que está siendo fundamental para sostener nuestras descarriadas cuentas públicas.

Muchos todavía no salen de su asombro. Cuando España económicamente está tocada, y no sé si hundida, y lo prudente ahora es promover todo tipo de acciones que den empuje a un país muy molido por la crisis, sin duda uno de los más golpeados como evidencian los datos, el Gobierno de la nación habla de reformas fiscales y laborales como si acá no pasara nada y todo marchara viento en popa. Ayer decíamos que este no es el momento de plantear una reforma fiscal cuyos resultados ya sabemos de antemano: subidas de impuestos. Pero convendría señalar de qué impuestos hablamos.

Llevamos años, quizá desde el mismo día que se aprobó la Constitución española en 1978, hablando de reformas fiscales y de financiaciones autonómicas e implantándolas, aunque siempre con vida más o menos efímera. Lo digo así en plural, porque tras una reforma fiscal al poco tiempo se anuncia el estudio de otra y cuando parece que el puzle de la financiación autonómica se solventa, se reabre el debate.

En 2020, el gasto público en España alcanzó 586.389 millones de euros, 62.948 millones más que los 523.441 millones de 2019. El alza, pues, del gasto público en 2020 respecto a 2019, en términos porcentuales, es del 12%. Si en 2019, el gasto público representaba el 42,05% del PIB, en 2020 ha saltado al 52,28%, lo que da idea del peso que tiene el conjunto del Estado en la economía, convirtiéndose consiguientemente en el principal agente. Eso podría ser bueno, por la labor benefactora del Estado, pero, al propio tiempo, plantea serias dudas acerca de cuál es el papel que está desempeñando el Estado en nuestra economía, suscitando el interrogante de si la economía española está fuertemente intervenida.

En ocasiones se advierten triunfalismos y espejismos económicos. Desde las esferas gubernamentales, ésas que nos están hablando de que vamos adelante, que nuestra economía este año tirará como un cohete, que los datos del paro no son tan malos, que el desastre de nuestras cuentas públicas no es tan impúdico y que España será la envidia de Europa y del mundo, con ese anuncio del Fondo Monetario Internacional (FMI) de que creceremos al 6,4%, nada más y nada menos que a la altura de los mismos Estados Unidos de Joe Biden; desde las esferas gubernamentales, decía, las cosas se ven de otro color muy distinto al que uno observa pisando la calle, donde la melancolía nos invade y la alegría anda desaparecida. Uno recuerda a Joaquín Sabina cantando aquello de que "vivo en el número siete, calle Melancolía. Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría. Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía. En la escalera me siento a silbar mi melodía". Son los contrastes entre la España política, la de los coches oficiales y séquitos, escoltas y alfombras palaciegas, barruntando sobre cómo repartir los famosos, aunque por el momento inexistentes fondos europeos, ajena a lo que acontece en el suelo patrio, y la España real, la que cada día se levanta al amanecer, se acuesta con preocupación al anochecer, y valora contar con un puesto de trabajo que, tal y como están las cosas, el empleo se ha convertido en un lujo pese a que a veces las condiciones no sean las mejores. Esas euforias gubernamentales, que sin duda ocultan las vivencias de la triste realidad e intentan justificar sus desastrosas decisiones y actuaciones, no coinciden en absoluto con lo que estamos viendo.

La actual coyuntura, además de obligar a resistir y combatir los embates de la pandemia y sus aristas económicas y sociales, amén de las políticas, exige concretar el paradigma para la reconversión y reconstrucción de la economía española que tiene que fijar sus objetivos en promover la competitividad y fortalecer la calidad del modelo productivo.

Las recientes previsiones del Banco de España pronostican, en su escenario central, para este año una tasa de paro, en media anual y en porcentaje sobre la población activa, del 17%, del 15,1% para 2022 y del 14,1% para 2023. En los otros dos escenarios alternativos que propone el Banco de España, el paro oscila ligeramente. Así, en el escenario suave, aquel en el que las cosas apuntarían a mejor, con una vuelta a la normalidad más rápida, con un ritmo de vacunación mucho más ágil y con el pronto retorno a la regularidad de la actividad económica, sin nuevas oleadas pandémicas, el paro se situaría en 2021 en el 15,9%, en 2022 en el 13,9% y en 2023 en el 12,8%. Por el contrario, si el panorama se endurece y las cosas pintaran a peor, tanto por la contundencia de la plaga como por la baja intensidad de la vacunación, con más confinamientos y prosiguiendo con medidas restrictivas que limitaran la actividad económica, se estaría ante un escenario severo en el que la tasa de desempleo subiría al 18,3% en 2021, y en 2022 y 2023 se atenuaría estimándose en el 17,2% y 16,1%, respectivamente. Téngase en cuenta, por añadidura, que en 2021 aún seguiremos teniendo la influencia de los ERTE, que suavizan la tasa de paro real que, en todo caso, estaría por encima de lo estimado por el Banco de España.

Madrid se ha convertido en el eje de la vida tributaria de los españoles o, al menos, en el punto de mira de las críticas que demonizan su política fiscal, tildándola de "paraíso fiscal" y acusándola, con desdén, de dumping fiscal, o sea, de pagar menos impuestos. Parafraseando a Benjamin Franklin siempre tenemos la certeza de que "en este mundo solo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos". Y, la verdad, si uno, legítima y legalmente puede pagar menos impuestos, está en su perfecto derecho. Madrid se convierte en el ruedo de la casta política y de su bravura. Veremos qué depara el 4 de mayo: si quienes residen en su Comunidad se inclinan por seguir estando como están o, por el contrario, prefieren meterse en un horno fiscal del que se puede salir más o menos asado con la salsa del progresismo y el picante de la progresividad tributaria.

Que la economía española tiene que afrontar una ineludible transformación es impepinable. No podemos seguir como estamos, al margen del vendaval vírico, ni tampoco continuar por el mismo camino a través del cual llegamos a antes de que estallara la pandemia.