Que la economía española tiene que afrontar una ineludible transformación es impepinable. No podemos seguir como estamos, al margen del vendaval vírico, ni tampoco continuar por el mismo camino a través del cual llegamos a antes de que estallara la pandemia.
El producto interior bruto ha insinuado en años recientes síntomas de flaqueza, tanto con crecimientos porcentuales muy tímidos como en volumen a precios corrientes, y poco gancho. Nuestra economía está obligada a ganar en fibrosidad si queremos mejorar posiciones y ser competitivos.
Recomponer nuestra estructura económica no puede depender de los fondos europeos
Recomponer nuestra estructura económica, mejorándola, no puede depender exclusivamente, tal y como están las cosas, de que llegue el dinero de los fondos europeos, al que, por lo menos en lo que resta de año, no se le espera. Somos nosotros quienes hemos de dar el paso adelante. Y aquí se echan en falta liderazgos que guíen la reconstrucción de la maltrecha economía española, herida por los impactos virulentos de las dos últimas crisis.
Cuando se desencadenó la pandemia, en 2020, España todavía no se había rehecho de las cicatrices de la crisis financiera de 2008. No obstante, conviene subrayar que las cosas durante los últimos años, hasta 2019, fueron a mejor. El sector exterior desempeñó un papel estelar gracias al brío de nuestras exportaciones de bienes, desplegando una elogiable labor aperturista hacia nuevos mercados, aunque concentrando el grueso de nuestro comercio internacional en Europa, y el turismo empujando como nunca. Con todo, nos faltaba algo de garbo.
Nuestra economía presentaba signos de agotamiento, con un PIB con poca chispa
Sin embargo, decíamos, nuestra economía presentaba signos de agotamiento, con el PIB, no en declive, pero sí con poca chispa en crecimiento anual, con una preocupante falta de innovación, con excesiva dualidad en el mercado de trabajo, con una tasa de paro estructural muy elevada, con una empleabilidad bastante precaria, con unas finanzas públicas erráticas y con muy poco peso industrial. Todo ello, como se ha confirmado durante estos meses, configuraba un cuadro de debilidades.
El golpe de 2020 y de 2021, con la conmoción que aún persistirá en 2022, impone que España encare la transformación de sus estructuras económicas más allá de la preconizada transformación digital, que es mucho, pero que no es todo, y de la transición ecológica, que es clave, pero que tampoco es el golpe definitivo.
Hay que ser más competitivos y conseguir un modelo productivo de calidad y fornido
Existen otras facetas que plantear, trazando lo que sería el programa para transfigurar a fondo nuestra economía con la vista puesta en dos objetivos primordiales: ser más competitivos y conseguir un modelo productivo de calidad y fornido, acorde con los tiempos actuales.
Cuando se habla de la reconstrucción económica y social de España como consecuencia del shock del coronavirus, sobre la que hasta la fecha solo se han escuchado palabras sin constatar concreción alguna ni leer guiones solventes por parte de los estamentos oficiales, no está de más evocar el espíritu de los planes de desarrollo económico y social que sucedieron al Plan de Estabilización de 1959, cuyos inspiradores fueron pesos pesados de la economía española en las décadas de los años 60 y 70 del pasado siglo: Enrique Fuentes Quintana, Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio y Joan Sardá.
Aquellos planes abarcaron el período 1964 - 1974 y tuvieron a Laureano López-Rodó como máximo exponente y valedor de la política económica española, junto al profesor Fabián Estapé como hombre fuerte, marcando el progreso de nuestro país, con una manifiesta orientación hacia la industria, como pilar capital de la reforma del modelo productivo, combinada con los primeros aldabonazos del descubrimiento del sector turístico. Fue aquélla una época de tecnócratas que supieron imprimir frescura y apertura a una España autárquica.
¿Qué aportaron los entonces planes de desarrollo? Cambiaron la faz de nuestra economía, dotándola de un recio crecimiento, creando polos de desarrollo y promoción industrial en zonas geográficas concretas que ayudaron a reducir desequilibrios regionales, mejorando la agricultura, favoreciendo la industria y repoblando determinados lugares del país, a la vez que atrayendo inversión extranjera.
Aún perduran las gratificantes secuelas de los polos de desarrollo, con el sector automovilístico repartido por distintas comunidades autónomas, que hoy se erige como referente europeo y mundial con grandes marcas internacionales, propiciando una destacada y reconocida industria auxiliar de la automoción española cuya internacionalización es imparable.
En fin, ejemplos, como Valladolid y Vigo, Burgos, Martorell, Cataluña, Puertollano y su refinería, inaugurada en 1966, y con la industrialización extendiéndose hacia diversas zonas como Murcia, La Coruña, Zaragoza, Sevilla, Huelva… Ahora, en esta disyuntiva en la que nos encontramos, apelar al espíritu de aquellos planes de desarrollo económico y social, constituye una edificante fuente de inspiración. En suma, se trata de aprender del pasado.