Opinión

Triste sino el nuestro

María Jesús Montero, ministra de Hacienda

Muchos todavía no salen de su asombro. Cuando España económicamente está tocada, y no sé si hundida, y lo prudente ahora es promover todo tipo de acciones que den empuje a un país muy molido por la crisis, sin duda uno de los más golpeados como evidencian los datos, el Gobierno de la nación habla de reformas fiscales y laborales como si acá no pasara nada y todo marchara viento en popa. Ayer decíamos que este no es el momento de plantear una reforma fiscal cuyos resultados ya sabemos de antemano: subidas de impuestos. Pero convendría señalar de qué impuestos hablamos.

No es descartable que barajando cambios fiscales se reajuste el Impuesto sobre la Renta, el IRPF de nuestras vidas, que, en definitiva, grava la renta que obtenemos, y se pergeñen aumentos en los tipos marginales, esos que afectan a las teóricamente rentas altas. Claro que en España la referencia de renta alta, a la que se da el sopapo de tipos marginales que hacen temblar, es más bien baja. En otros países, de esos que nos sirven de referencia, los tipos marginales operan a partir de 300.000 o 400.000 euros. Aquí al pobre currante que con su ejemplar esfuerzo y echándole más horas que un reloj obtiene una renta de más de 60.000 euros se le tilda fiscalmente de ricachón.

En cuanto a reajustar, subiéndolo, el Impuesto sobre Sociedades, a la vista del dantesco campo de batalla empresarial, con tantas pequeñas y medianas empresas entre fallecidas y magulladas, con otras resistiendo en plan defensa numantina sin ayudas ni compensaciones de ningún tipo por parte del Estado, su mero anuncio suena a abracadabrante juego.

Es un contrasentido que si uno es persona cabal y juiciosa y mira por el futuro, ahorra lo que puede, se compra la vivienda y algún inmueble que el día de mañana, cuando llegue la jubilación, le reporte un pico complementario a la pensión, e igual invierte algún dinerillo en bolsa, y todo ello mediante la renta por la que ya ha tributado, le llegue el palo del Impuesto sobre el Patrimonio. Por el contrario, si uno es pródigo, desprendido y se ajusta al lema del carpe diem, no pagará Impuesto sobre el Patrimonio.

Y, después, cuando uno la palma, que a todos nos llega nuestra hora, y a lo largo de su vida terrenal ha logrado reunir un patrimonio más o menos decente, de mayor o menor cuantía, como premio a la defunción irrumpe la tributación del muerto en forma de Impuesto sobre Sucesiones.

La solución para ajustar el demencial déficit no es estrujar hasta la saciedad a pymes y autónomos

A la postre, se trata de exhibir ante Bruselas una senda con la que ajustar el demencial déficit público español, con la excusa de alinear la presión fiscal de este país con la media europea. Y la panacea consiste en hacer tributar más a los currantes que ahorran y son cautelosos, acrecentar la recaudación de impuestos gracias a los muertos y estrujar hasta la saciedad a nuestras pymes y autónomos. Todo vale. Con este mejunje mal vamos, porque el elixir mágico para remediar nuestro implacable y aterrador déficit no está en el lado de los ingresos, sino en el imprescindible recorte del gasto público, algo que no entra en la mentalidad de la clase política que arremete sin piedad contra el modesto ciudadano.

Esos impuestos, más otras posibilidades al amparo de los pronunciamientos que los expertos formulen -donde el IVA no quedará a salvo, la fiscalidad medioambiental será otro objetivo y se propondrá alumbrar otras criaturas tributarias so pretexto de encarar un sistema tributario moderno, progresista y del siglo XXI, que, en definitiva, implicará que todos paguemos más impuestos-, son la diana de una reforma fiscal incompleta y desequilibrada que rompería el espíritu de lo que en su día fueron las reglas del juego de la financiación autonómica sobre la base de unos tributos estatales cedidos a las comunidades autónomas para que cada una de ellas modulara las cuotas efectivas de tributación en función de exenciones, bonificaciones, deducciones, lo que cabe interpretar como un guiño al federalismo. Ahora, con esa proclama de reforma fiscal se daría el paso en la dirección contraria, es decir, la armonización, cual perífrasis de más tributación, y la uniformidad de los tributos, quebrando las facultades tributarias de las comunidades.

Si hay que acometer una reforma fiscal como Dios manda, entonces es preciso abordar todo el sistema tributario español y, sí, adecuarlo a los nuevos tiempos, pero sin parchear ni remendar figuras tributarias existentes a través de malabarismos legales que conforman tortuosos laberintos interpretativos.

No sé si en España tenemos claro lo que somos ni si sabemos a qué aspiramos. El Estado autonómico deviene en realidad en un estado federal, en el que las comunidades y las corporaciones locales canalizan el grueso del gasto público. De los 586.389 millones de euros de gasto público en 2020, año excepcional, las comunidades autónomas gastaron 205.892 millones y las corporaciones locales 70.983 millones, lo que supone más del 47% del gasto total. Pero en 2019, con un gasto público total de 523.441 millones, entre autonomías y corporaciones locales gastaron 267.695 millones, el 51,1% del gasto total

En esta coyuntura tendría que prevalecer dar todo tipo de facilidades para que la economía española se ponga a andar, intente borrar cuanto antes las manchas de la crisis, se fomenten todo tipo de iniciativas empresariales y tengamos claro algo crucial: la economía de un país se construye gracias a sus empresas y no a base de palos tributarios y de reformas laborales en un marco en el que el trabajo lamentablemente brilla por su ausencia.

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