Cuando hace un año el virus se propagaba por doquier y España, después de Italia, quedaba confinada y nos encerraban en nuestros domicilios, la normalidad desaparecía de nuestras vidas y se decretaba la paralización de la actividad económica, creíamos que ese trance sería más o menos intenso, pero, en cualquier caso, pasajero. Hoy, un año después, la magnitud de la perturbación sigue haciendo mella en todos nosotros y la economía española se resiente fuertemente del golpe. Lo peor es que apenas se observan indicios de sólida reanimación.
Entonces, entre marzo y abril de 2020, decíamos que España penetraba en ese embrollo con sendas fragilidades. La primera, que nuestra economía, considerando el PIB, estaba mostrando últimamente una pérdida de vigor en su crecimiento que revelaba una serie de debilidades. En 2014, el PIB creció al 1,4% dejando tras de sí lo que había sido un período muy bajista con el PIB negativo saldándose en clave negativa desde 2008 hasta 2013, excepto en 2010. En 2015, el PIB resurgía con carácter creciendo al 3,8%. El tsunami turístico, con diversos factores que se conjugaron a favor de España como destino prioritario de los turistas europeos e internacionales, constituyó un revulsivo. En 2016, el PIB siguió creciendo, aunque con menos empuje, al 3%, cediendo en 2017 al 2,9%, pero en 2018 frenó su ímpetu con un 2,4%, que en 2019 se reducía al 2% y, malhadadamente, en 2020 el PIB se desplomaba en ese provisional -11% que constituye un torpedo en nuestra línea de flotación económica. En resumen, antes del año de la pandemia, el aliento de la economía española decaía.

La segunda flaqueza venía dada por el cuadro errático de nuestras cuentas públicas. Por un lado, la deuda pública española, a diferencia de lo que acontecía en otros países europeos, sobre todo los del norte, rigurosos con la disciplina fiscal y celosos con sus deberes presupuestarios, no paraba de crecer y así prosigue. Para hacernos una composición de lugar, digamos que si en 2007, el año previo a que estallara la crisis financiera, la deuda pública a los efectos del protocolo de déficit excesivo se elevaba a 383.798 millones de euros que, sobre el PIB de aquel año, 1.075.539 millones, suponía el 35,7%, en los años siguientes, saldados todos ellos con impactante déficit público desde 2008 hasta 2019, fue acrecentándose y, por ejemplo, en 2014 con un montante de 1.039.388 millones equivalía al 100,7% del PIB. En 2019, la susodicha deuda pública se cuantificaba en 1.188.859 millones de euros que sobre 1.244.757 millones de PIB representaba el 95,5%. Es evidente que no supimos aprovechar los tiempos de bonanza económica para cuadrar los guarismos públicos.

Por otro lado, el déficit público entre 2008 y 2019 fue tomando unos perfiles muy incómodos, por no decir que temerarios. En 2008, se cifró en 50.731 millones de euros, en 2009 en 120.576 millones y esa tónica continuó, aunque con guarismos algo menos estruendosos, en los años siguientes, concluyendo 2019 con un déficit de 35.195 millones. En junto desde 2008 a 2019, el déficit público acumulado fue de 825.216 millones de euros. Veremos a cuánto asciende el descuadre de 2020. El déficit público, en todo caso, no viene dado por una insuficiencia de ingresos tributarios, que es lo que se esgrime como pretexto para forzar improcedentes subidas de impuestos y amenazantes advertencias de reformas fiscales, que son más bien simples y precarios remiendos, sino por un exceso de gasto público desorbitado en el que tienen un peso excesivo las ineficientes estructuras políticas que empantanan a España en un lodazal del que somos incapaces de salir. De nuevo, lo dicho: se desperdiciaron años bonancibles de nuestra economía para ajustar el desaguisado de las cuentas públicas.

El año 2020 se cerró, en principio, con una deuda pública de 1.311.298 millones de euros equivalente al 117,1% del PIB, 1.119.976 millones. Ahora, un jarro de agua fría llega desde Eurostat que impone al Gobierno que reclasifique contablemente la participación en Sareb, el llamado "banco malo", ente creado a raíz del rescate al sistema financiero español de 2012. Y, así, de golpe y porrazo el Gobierno tiene que agregar un monto de 35.000 millones de euros más al saldo preexistente de la deuda pública al cierre de 2020, de modo que la deuda pública española a los efectos del protocolo de déficit excesivo se eleva a 1.346.298 millones de euros, esto es, el 120,2% del PIB. Nos colocamos a la cabeza de los países más endeudados de la Unión Europea, tras los pasos de Italia y de Grecia.
No se supieron aprovechar los tiempos de bonanza para cuadrar los guarismos públicos
En consecuencia, nuestras cuentas públicas en 2020 arrojarán unos números estrepitosos. Y si un año atrás decíamos que la vulnerabilidad de aquellas era un serio impedimento para hacer frente al temporal que se nos venía encima, ahora, un año después cabe afirmar que el tamaño desajuste de las finanzas públicas españolas embrida y lastra el resurgir de nuestra economía. Porque los desequilibrios existentes no se cuadran subiendo impuestos en plan feroz, retorciendo el pescuezo fiscal a los ciudadanos, maltratando a las empresas con coces tributarias, aumentando a la brava las cotizaciones sociales, sino afrontando un reajuste del voluminoso y superfluo gasto público que ha crecido sin mesura, sobre todo en el gasto corriente y carente de gasto productivo que asegure rentabilidades para la economía nacional.
Los desequilibrios existentes no se solucionan subiendo impuestos en plan feroz
Las miras cortoplacistas en busca del voto y pregonando subsidios a diestro y siniestro prevalecen ante lo que debieran ser alcances a medio y largo plazo que propulsaran la velocidad de la economía española, promoviendo un hábitat confortable para su relanzamiento. Sin visión largoplacista y contundentes planes de consolidación fiscal, España está sentenciada para los próximos años y corre el peligro de convertirse en el furgón de cola de Europa.