Opinión

¿Y si nos intervinieran?

Realmente causa pavor y estremece ver el deshonor de las finanzas públicas españolas en 2020. Uno siente vergüenza como ciudadano y contribuyente por el desaguisado montado por los gestores del dinero público y por su falta de rigor. Aquí la disciplina fiscal brilla por su ausencia.

España asume el oprobio de ser en 2020 el país de la Unión Europea cuyo déficit público es más pronunciado: -11% del PIB. Y el saldo deficitario, por cierto, ha sido reajustado por la Comisión Europea de manera que los 113.172 millones de euros anunciados por nuestro Gobierno, como es habitual, se rectifican, a peor, por Bruselas, cerrándose el déficit en 123.072 millones.

Atendiendo a la evolución del gasto público en 2020, el descuadre contable no responde ni mucho menos a ayudas y apoyos al mundo económico y empresarial por parte del Estado, que han sido mínimas entre mínimas, sino a la imparable y volcánica prodigalidad pública que no cesa en su propensión alcista, confirmando la abominable obesidad de las estructuras del Estado. En este punto, caben sendas cavilaciones. La primera, acerca de la imperiosa necesidad de que nuestras cuentas públicas se sometan a cirugía contable. Hay que eliminar grasa en el gasto público y la austeridad, vocablo desconocido en el plano gubernamental, tarde o temprano tendrá que prevalecer. La segunda preocupación conecta con todo ese sainete que se arma a propósito de las aprobaciones de los Presupuestos Generales del Estado y los de las Comunidades Autónomas, a los tira y afloja, a los discursos enfervorizados y a tanta parafernalia típica del escenario político-presupuestario. Sin embargo, después, a la hora de la verdad, cuando se ejecutan y liquidan los Presupuestos, nadie abre la boca, no se piden explicaciones, dándose un vacío informativo y de transparencia alarmante. No se trata de discutir tantos matices sobre lo que se ingresará y lo que se gastará, sino de ver efectivamente qué se ingresa y qué se gasta.

En lo atinente a la deuda pública, España, después de Grecia, Italia y Portugal es el país europeo con mayor cuantía: 120% del PIB en 2020. Y subiendo, que al cierre de febrero la deuda pública alcanza 1.366.970 millones, cuando a 31 de diciembre de 2020 era de 1.345.570 millones de euros.

No obstante, el montante total de los pasivos en circulación de las Administraciones Públicas, al concluir 2020, suma 1.990.130 millones de euros, 177% del PIB. Si a ese importe se le añade la deuda de las empresas públicas, 38.607 millones, los pasivos exigibles de nuestras Administraciones Públicas, al bajarse el telón de 2020, se elevan a 2.028.737 millones, el 180,8% del PIB.

En 2007, antes de que estallara la crisis financiera, España lucía un saldo de tales pasivos de 513.038 millones de euros, representativos del 47,7% del PIB. De entonces acá, el salto de los susodichos pasivos es aterrador: 1.477.092 millones de euros. En 2007 nuestro PIB fue de 1.075.539 millones; en 2020 de 1.121.698 millones, apenas 46.159 millones más.

Y mientras eso sucedía, las familias españolas han reducido su deuda de 2008 a 2020 en 216.526 millones de euros y nuestras empresas en 316.999 millones.

La caída de nuestra economía en 2020 ha sido la más pronunciada del mundo avanzado, derrumbándose el PIB el -11% según el Fondo Monetario Internacional. Nuestra tasa de paro oficial actualmente es la más elevada de toda Europa; la real, si se computa el desempleo que no se oficializa, sobrepasa con creces el 20%. Lo mismo sucede con el paro juvenil, con prácticamente el 40%. Nuestras empresas, sobre todo las pequeñas y autónomos, están cayendo como moscas. Sin empresas, no hay economía. Y flaquean las perspectivas sólidas de recuperación.

A la vista de este panorama decadente y aflictivo, que lleva tiempo erosionando nuestras posibilidades económicas, la pregunta pertinente, aunque suene impertinente, es: ¿no sería mejor que de una vez por todas España fuera intervenida por Europa y el Fondo Monetario Internacional? Durante estos años recientes se ha demostrado la manifiesta incapacidad de nuestros gobernantes y la clase política para sacar adelante a España. Quizás es la hora en que necesitamos que vengan desde fuera y nos pongan firmes para así poder desarrollar todo nuestro potencial económico, descargándonos de la pesada rémora política y soslayar a quienes cortocircuitan nuestra prosperidad.

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