Economista es inspector de Hacienda. Coautor de ?La factura del cupo catalán. Privilegios territoriales frente a ciudadanía? (La Esfera de los libros, 2025).

El déficit público es el desequilibrio más persistente de la economía española. En 2024 está previsto que vuelva a entrar en vigor las reglas fiscales europeas, que, si nada cambia, obligarían a reducir el déficit público por debajo del 3% del PIB. De hecho, éste es el compromiso de España en borrador de plan presupuestario para 2024 (conocido en jerga como el DBP, draft budgetary plan, por sus siglas en inglés). A primera vista, no parece un objetivo tan ambicioso, pero, a veces, las apariencias engañan.

La historia tiene paralelismos desgraciados. Por ejemplo, el ataque terrorista de Hamas se produjo 49 años y un día después del inicio del Yom Kippur de 1974. Ese conflicto bélico comenzó con el ataque combinado de Egipto y Siria contra Israel. El desenlace de la guerra cambió gracias al suministro masivo de armas por parte de Estados Unidos. Los egipcios, con todo, se consideran ganadores de la guerra porque gracias a los acuerdos de Camp David recuperaron la península del Sinaí, que les había arrebatado Israel durante la guerra de los Seis Días. A cambio, Egipto fue el primer país con mayoría de población musulmana en reconocer a Israel. Esto le acabó costando la vida a su presidente, Anwar El-Sadat, asesinado por terroristas islamistas en 1981.

Señalaba Keynes que "la inflación también es un impuesto". De esta afirmación se siguen varias conclusiones. La más obvia es que como las bases de casi todos los impuestos están expresadas en dinero, el aumento de la inflación lleva a una mayor recaudación. Este efecto resulta particularmente directo en el IVA que grava el consumo. Si el consumo real se mantiene, pero los precios se incrementan, automáticamente lo hace la recaudación del IVA. Pero, en la medida en que la inflación se mantiene, finalmente los precios y los salarios aumentan en términos nominales, y lo hace la recaudación de casi todo el sistema fiscal.

Históricamente, todas las crisis económicas graves en España han comenzado por el estrangulamiento del sector exterior. Esto no pasó a la historia cuando entramos en el euro, aunque algunos lo creyesen. Lo que en realidad ocurrió es que los desequilibrios se fueron acumulando hasta que estallaron.

Señalaba el filósofo Protágoras que "el hombre es la medida de todas las cosas", lo que es cierto cuando somos los humanos los que medimos las cosas. En la macroeconomía podríamos decir que el PIB es la medida de todas las cosas. Por eso, tanto el relato de lo que ha ocurrido, como la estimación de lo que va a ocurrir dependen, en buena medida, de la estimación de esa variable, el Producto Interior Bruto.

La inflación, en buena parte del mundo, se está cronificando, es decir que todo indica que seguiremos teniendo subidas generalizadas de precio, como comentábamos la semana pasada. A corto plazo, además, en la Unión Europea, incluyendo a España, tendremos más inflación. Hay dos razones fundamentales: una es el precio de los alimentos, que, debido a la sequía, las malas cosechas y la suspensión del acuerdo que permitía exportar cereales a Ucrania, parece que se seguirá incrementando. La segunda razón está en la energía, cuyo precio alcanzó máximos hace un año, y ahora la comparación de los precios actuales no se hace con precios tan altos, sino con precios que se fueron reduciendo.

A menudo, cuanto más se tarda en abordar, y solucionar por completo un problema, más sacrificios hay que realizar. Este principio general se está cumpliendo milimétricamente con las tensiones inflacionistas que padecemos en Europa. A medida que la inflación se mantiene elevada, los agentes económicos reclaman subidas de precios y salarios, que a su vez retroalimentan la inflación. Por eso, que el Banco Central Europeo, BCE, vea cerca el final de las subidas de tipos, aunque lo parezca no es una buena noticia. Y esto no sólo porque indica que en la eurozona estamos al borde de una recesión, sino también porque esta política de subida de tipos de interés no se sustituye por ninguna otra medida anti-inflacionaria.

Hace unas semanas comentábamos que la realidad presupuestaria con la que se iba a encontrar el gobierno que saliese de las urnas era mucho más compleja de lo que se pudiera pensar a primera vista. Esto implica que sea mucho más difícil acometer rebajas de impuestos o aumentos de gasto. Sin embargo, eso era lo que prometían los diversos programas electorales. Por supuesto, unos eran menos realistas que otros, pero, la tónica general era ignorar el ajuste pendiente que tenemos en nuestras cuentas públicas.

Desde La Arena

La autonomía de un gobierno, es decir lo que puede hacer, tiene bastantes condicionantes. Por una parte, hay factores políticos que condicionan la actuación de cualquier gobierno. El factor más relevante es tener votos suficientes en el Congreso para sacar adelante las iniciativas. Sin embargo, incluso un gobierno apoyado por una mayoría absoluta puede estar enormemente condicionado por la economía. Dentro de lo que es la economía, lo más relevante de cara a la actuación de cualquier gobierno, es precisamente de lo que menos se está hablando en esta campaña electoral, el déficit y la deuda pública.

Nada define mejor al populismo fiscal de izquierdas que el eslogan de que los impuestos los paguen los ricos. Con esta afirmación, comienzo el análisis de los impuestos a la riqueza en mi libro Y esto, ¿quién lo paga? (Debate 2023). No es lo mismo que se paguen impuestos por poseer riqueza, que se un determinado impuesto sólo lo paguen los ricos. Esta cuestión se ha vuelto a poner de moda porque en este mes de julio se está pagando en España el segundo impuesto al Patrimonio, llamado oficialmente impuesto temporal de solidaridad a las grandes fortunas, y también porque Sumar, la plataforma política de la vicepresidenta Yolanda Díaz, lo ha propuesto como la fórmula para financiar la herencia universal de 20.000 euros a los que cumplan 18 años, la medida estrella de su programa electoral.