Periodista

La estabilidad institucional en un país nace del respeto mismo de las instituciones entre sí. Que un partido político con responsabilidades de gobierno sea el origen de los peores y más rastreros ataques hacia la jefatura del Estado es, además de una anomalía en los países occidentales, una fuente de conflictos e inestabilidad que no cuadra con los pronósticos de gobierno duradero, único y sin oposición que se están realizando desde el mismo ejecutivo. Vamos, que no ayuda para nada a las décadas de gobierno PSOE-Podemos que se nos anuncian el sistemático acoso a la monarquía y sus símbolos por parte de uno de los dos socios, con el consentimiento cómplice del otro. Porque lo primero que deberán hacer si se atreven a presentar una reforma del modelo de Estado es, además de tener una mayoría inicial que la apoye, disolver las Cortes y darles a los españoles la palabra sobre tan trascendental cambio del país. Es más fácil para ellos seguir erosionando la figura del Rey emérito y de su sucesor a través de videos impropios de cualquier partido serio y responsable, llegar a la sede parlamentaria ese acoso adornándolo de apoyos procedentes de las formaciones rupturistas y antiespañolas, y empezar a preparar una nueva ley de la Corona que evite la inviable reforma agravada sustituyéndola por un control político asfixiante para la institución, que probablemente se ejercerá desde la vicepresidencia segunda con responsabilidades en el CNI.

Ha nacido el PRI a la española. En muchos años, tal vez décadas, no habrá otro gobierno distinto al que forman PSOE y Podemos, que advierten a la todavía existente oposición de que pierda toda esperanza y reconozca su inutilidad. Esta semana se ha intensificado el mensaje, lo hemos escuchado siempre que han hablado Iglesias, Lastra o Echenique: la etapa que ha empezado hace un año supone la eliminación de la alternancia democrática porque las opciones políticas de derecha no conseguirán acceder al poder. Imaginamos que lo que viene es una etapa como la del antaño predominante partido mexicano, setenta años en el gobierno, o las del socialismo andaluz en la Junta, cuatro décadas ininterrumpidas. La sorna con que ese vaticinio es lanzado a la cara de los adversarios políticos por los dirigentes socialistas y podemitas hace pensar que la etapa que se abre será radiante y lúcida para los correligionarios de la izquierda, y tenebrosa para todos los demás. Un país roto, partido en dos por motivos ideológicos.

La facción Podemos del gobierno ha entrado finalmente en la comisión que repartirá el dinero de los fondos europeos. La guerrita de esta semana entre los socios de la coalición ha sido por la exclusión de Iglesias de ese equipo colegiado, que al final, para que nadie se sienta excluido, estará formado por todo el Consejo de Ministros en pleno. No hay nada como filtrar a los medios amigos el malestar en el seno del ejecutivo para que se activen las alarmas y la portavoz comparezca tratando de convencernos de que no existe la menor discrepancia entre ministros. Lo que ocurre en este caso es que la discrepancia tenía forma de Real Decreto Ley y colocaba en el abismo la relación entre el presidente y el vicepresidente. Pero a Pedro Sánchez no hay problema que se le ponga por delante siempre que de mantenerse en el poder se trate: se concede al chantajista sus deseos, y aquí no ha pasado nada. Lo que era un decreto se convierte en borrador ante los periodistas, se hacen tres declaraciones paternalistas aclarando que estas cosas son normales en las coaliciones y se distrae a la opinión pública con la armonización fiscal que castigue a los madrileños por votar lo que votan, sin mencionar siquiera el verdadero privilegio del que gozan vascos y navarros con sus impuestos y sus conciertos.

El apelativo no fue ni mucho menos cariñoso. Ni siquiera cordial en los términos en que debería situarse la relación entre dos administraciones de territorios limítrofes que tienen innumerables cosas en común, especialmente el tránsito de ciudadanos entre ambas que no entiende de fronteras con distinto color político. Pero Emiliano García Page, presidente castellanomanchego, eligió en verano la fórmula tan corriente en su partido de atacar al vecino por no pertenecer a su misma tribu, cosa que jamás habría hecho de ser la presidenta madrileña militante socialista. Cuando los contagios por coronavirus se disparaban en la capital, hinchó su pecho para proclamar la “bomba radiactiva vírica” que tenía al lado de su comunidad, dando a entender sin reparo que la nefasta gestión de su homóloga Díaz Ayuso colocaba a sus apreciados vecinos manchegos en situación de elevado riesgo por la negligencia impropia de una dirigente del partido adversario al suyo. Una invectiva de manual político en los tiempos que corren de redes sociales, crispación y deslegitimación del contrario. En las antípodas de lo que el país necesitaba en aquél momento: coordinación y eficacia de todos los gobiernos implicados en frenar el avance de la enfermedad.

La enésima rectificación (¡y que vengan muchas más!) del gobierno de PSOE y Podemos en relación a la gestión del virus llegaba esta semana con el anuncio de la reducción del IVA de las mascarillas, y no llegaba sola. El test obligatorio para pasajeros procedentes de países con tasa elevada de contagios le daba la mano en su súbita aparición a esa medida reclamada durante meses. Pero al final ambas llegaban, para beneficio de una sociedad que exige soluciones a los problemas que se van planteando cada día en esta monumental crisis sanitaria, económica y social del siglo XXI. Y por lo que vemos, también política.

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Fox News, el canal de televisión de pago que se considera luz y guía de los sectores más republicanos del país, ha desmentido estos días a Donald Trump en su denuncia sobre el robo de los resultados en varios estados. Sus principales periodistas han dudado de la existencia de ese fraude porque el presidente y candidato no ha aportado pruebas ante la opinión pública. | El recuento en EEUU, en directo

El gesto de marcharse con aire altivo no fue lo peor de todo lo ocurrido este jueves en el Congreso de los Diputados. Siendo desagradable y desagradecido, es un feo detalle que han tenido todos los presidentes democráticos cuando han querido demostrar que ellos están por encima del debate que va a tener lugar en el hemiciclo, y que no quieren enfangarse en la batalla dialéctica que les sitúa a la altura de la oposición parlamentaria. Cuando han ido sobrados, para entendernos. Pues ese desprecio no es lo más preocupante que ocurrió porque lo grave fue el fondo de lo que se debatió y se votó en la sesión plenaria más bochornosa que ha vivido desde hace años esa sede democrática, acostumbrada últimamente a una altura dialéctica a pocos palmos del suelo. Lo peor ha sido esta vez más el fondo que la forma.

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Pablo Casado lo tuvo muy fácil en la mañana del miércoles cuando escuchó desde su escaño de jefe de la oposición el discurso del candidato en la moción de censura. Y comprendió en ese momento lo acertada que había sido su estrategia de no revelar el sentido del voto de su grupo parlamentario, pese a la presión articulada por el bloque progubernamental, medios afines incluidos.

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En el límite del tiempo establecido, el gobierno ha remitido a Bruselas el plan presupuestario para 2021, que será la base de los Presupuestos si es que alguna vez son aprobados y llevados al Congreso. El marco en que se moverán las cuentas públicas es terrorífico, con un déficit como jamás ha visto este país y una deuda que tardaremos en reducir varias décadas, si es que logra reducirse.

La exposición razonada del juez García Castellón solicitando al Tribunal Supremo la imputación del vicepresidente del gobierno ha desatado la fiera declarativa que Pablo Iglesias lleva en su interior, ahora barnizada con un tono paternalista y reposado que esconde hábilmente un total autoritarismo y desprecio por las reglas democráticas y por el discrepante. En ese engolamiento discursivo se zambulló el líder de Podemos para contestar en una emisora de radio a la decisión del juez que claramente le perjudica y le pone en una delicada situación política a juicio de la mayoría de los ciudadanos. Y en sus numerosos argumentos de defensa, Iglesias incluyó lo que los semiólogos denominan falacia de petición de principio: una verdad absoluta contenida en la premisa inicial y que nadie puede contradecir en subsiguientes premisas.