Opinión

El nuevo harakiri del Congreso

Imagen: EFE

El gesto de marcharse con aire altivo no fue lo peor de todo lo ocurrido este jueves en el Congreso de los Diputados. Siendo desagradable y desagradecido, es un feo detalle que han tenido todos los presidentes democráticos cuando han querido demostrar que ellos están por encima del debate que va a tener lugar en el hemiciclo, y que no quieren enfangarse en la batalla dialéctica que les sitúa a la altura de la oposición parlamentaria. Cuando han ido sobrados, para entendernos. Pues ese desprecio no es lo más preocupante que ocurrió porque lo grave fue el fondo de lo que se debatió y se votó en la sesión plenaria más bochornosa que ha vivido desde hace años esa sede democrática, acostumbrada últimamente a una altura dialéctica a pocos palmos del suelo. Lo peor ha sido esta vez más el fondo que la forma.

Lo ocurrido supone que los diputados renuncian, votando por mayoría y en su libre expresión como parlamentarios, a controlar la acción del gobierno durante meses en un asunto tan delicado y de extrema gravedad como es un estado de alarma, en el que se restringen los derechos y libertades de la ciudadanía y se deja vía libre al ejecutivo para que adopte decisiones excepcionales. El congreso se hace el harakiri, como aquellas Cortes de 1976 que encauzaron el camino a la democracia, la división de poderes y la consideración del parlamento como eje y guía de la vida pública del país. Qué distinto éste proceso auto despreciativo de la institución democrática respecto de aquél que se estudia en los libros de historia, pero que la actual dirigencia en el gobierno quiere enterrar entre efluvios de adanismo político. Aquél alumbró un proceso de tránsito hacia una Constitución. Éste ha dado unos cuantos pasos atrás en ese camino.

Con lo aprobado esta semana los diputados aceptan que su papel sea inútil, que la labor de fiscalización y examen sobre el asunto más importante de cuantos nos afectan desde hace casi un siglo sea perfectamente prescindible. El presidente sólo tendrá que ir cada ocho semanas a informar de sus decisiones, y como medida de alivio a todos aquellos que se hayan sentido ultrajados por el golpe a la democracia que esto supone, se podrá anticipar la votación sobre el estado de alarma a los cuatro meses en lugar de seis. La magnanimidad del aprendiz de absolutista. El Parlamento está domesticado por el presidente y su equipo de confianza, gracias a una mayoría al que muchos comparan con el monstruo de Frankenstein pero que está resultando ser más parecido a Nosferatu, su versión más dantesca y destructiva.

Hay una expresión muy de moda en la política actual, que el presidente repite constantemente y se ha hecho común entre todos sus ministros, especialmente la portavoz que la utiliza en cada giro verbal que emplea. La rendición de cuentas. Adornado con ese eufemismo se supone que hay una loable y honesta voluntad, por parte de quien se somete a ella, de poner en conocimiento del país todo aquello que puede afectar a las vidas de sus habitantes, todas las decisiones tomadas, todos los detalles de las medidas que se van adoptando y los motivos por los que se adoptan. Después de esta votación del Parlamento, cuando el gobierno nos hable de que va a rendir cuentas sonará a algo vacío y falso, si es que no ocurría antes. Lo que en el fondo de la cuestión está ocurriendo es que Sánchez, a diferencia de sus homólogos europeos que han comparecido solemnemente para anunciar sus decisiones drásticas y difíciles, se quita de en medio en la gestión de la pandemia para dedicarse a administrar su poder, dejando a los gobiernos de rango inferior el día a día de esta crisis sanitaria y económica.

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