Opinión
En los años dorados del consenso globalizador, Europa desmanteló fábricas, abrazó la eficiencia asiática y se volvió adicta al gas ruso. Polonia fabricaba coches, Alemania vendía máquinas al mundo y Bruselas legislaba con más impacto climático que productivo. Hoy, la resaca geopolítica le devuelve un espejo incómodo: ¿puede una potencia reguladora sobrevivir en un mundo de potencias industriales?