Es un hecho bien conocido por todos aquellos que han trabajado alguna vez en los mercados financieros españoles: ninguna empresa nacional que busque captar financiación en grandes cantidades (sea deuda a largo plazo o fondos propios) puede hacerlo sin convencer a grandes inversores basados siempre fuera de nuestras fronteras. Puede pensarse que esto no es una peculiaridad nuestra. Al fin y al cabo, todas las grandes empresas del mundo, y no solo las españolas, se mueven en mercados globales de capitales y no se financian puramente dentro de sus fronteras. Lo que sí es más peculiar es la enorme proporción del tramo internacional, así como que en cualquiera de nuestras grandes colocaciones la práctica totalidad del tramo institucional de la misma sea extranjero, y que por el otro lado el tramo español esté casi al 100% compuesto por inversores minoristas o por instituciones muy pequeñas. Al final del proceso de colocación, el precio de la emisión de bonos o de acciones, y por tanto el coste del capital de la empresa emisora, se fija siempre en la práctica fuera de España, en negociación con inversores profesionales con sede en Londres o Nueva York. El capital español, mucho más atomizado, es generalmente un mero seguidor en esas discusiones. No se hace suficiente énfasis en las consecuencias de esta debilidad estructural de la economía española, un auténtico talón de Aquiles que afecta negativamente a la capacidad de nuestras empresas para crecer, invertir y crear empleo.