Quedan horas para el inicio del Mundial de fútbol 2022 en Doha, Catar, y los operarios -en su mayoría de origen indio, bangladeshí o keniata- se afanan en terminar de levantar una ciudad en la que los plásticos todavía cubren las señales, los paneles informativos de los puntos turísticos e incluso los cargadores para coches eléctricos. Y es que Catar ha conseguido, pese a las sombras que se ciernen sobre cómo ha conseguido este país acoger el torneo y las condiciones laborales de los trabajadores extranjeros en el país -las ONGs denuncian más de 6.000 muerte en la construcción de las infraestructuras-, convertir un desierto en una ciudad por y para la celebración del Mundial con una inversión de más de 200.000 millones de dólares.