
El dólar estadounidense ha sido la columna vertebral del sistema financiero internacional, desde el final de la Segunda Guerra mundial. Su presencia domina las reservas de los bancos centrales del mundo, el grueso del comercio mundial y los mercados financieros globales. Esta es una de las razones que otorga a Estados Unidos una posición privilegiada para proyectar su influencia económica, política y estratégica sobre el resto del planeta. Según el Fondo Monetario Internacional, cerca del 60% de las reservas oficiales de divisas de los bancos centrales están denominadas en dólares. En el mercado de divisas, el dólar participa en casi el 90% de todas las transacciones diarias, que en conjunto superan los 7 billones de dólares. Además, más del 80% del comercio global, incluyendo el de bienes estratégicos como petróleo, gas, cereales y semiconductores, se realiza en esta moneda. Incluso cuando el intercambio se produce entre países que no tienen ninguna relación directa con Estados Unidos, el dólar suele ser la unidad de cambio.
Esta prevalencia permite a los Estados Unidos financiar su deuda externa a bajo coste, porque la demanda mundial de bonos emitidos en su moneda es constante y abundante, en concreto, llega al 70% de los emitidos a nivel internacional. Además, le brinda una herramienta de presión política a través de las sanciones financieras. Así, por ejemplo, con el control del sistema bancario internacional, especialmente mediante el acceso al sistema SWIFT, Washington puede, si así lo quisiera, congelar activos, bloquear transferencias y aislar del comercio global a cualquier país que considere una amenaza o que no cumpla con sus intereses estratégicos. Esto convierte al dólar en un arma geoeconómica silenciosa, pero tremendamente eficaz.
En los últimos años, sin embargo, la centralidad del dólar ha empezado a generar resistencias. En un mundo instalado en el desorden, grandes potencias como China, Rusia e incluso bloques como los BRICS han comenzado a diseñar mecanismos alternativos para reducir su dependencia de la moneda estadounidense. La guerra en Ucrania y las duras sanciones impuestas a Moscú en 2022 actuaron como catalizador de este proceso. Rusia fue expulsada del sistema SWIFT, sus reservas en dólares fueron congeladas y sus bancos quedaron prácticamente desconectados del sistema financiero internacional. En respuesta, el gobierno ruso aceleró el uso del rublo y de monedas de países aliados en su comercio exterior, en particular con China, India e Irán. A finales de 2023, más del 60% del comercio bilateral entre Rusia y China ya se realizaba en rublos o yuanes.
China, por su parte, ha firmado acuerdos bilaterales para comerciar en yuanes con decenas de países, por ejemplo, Brasil, Argentina, Pakistán y Emiratos Árabes, y ha lanzado su propia moneda digital soberana, el yuan digital o e-CNY. Este instrumento, respaldado por el Banco Popular de China, pretende reducir la dependencia del sistema de pagos internacional dominado por EEUU y expandir el uso del yuan en el comercio mundial. Por otra parte, Pekín ha establecido más de 40 acuerdos de intercambio de divisas (swap lines) con bancos centrales de todo el mundo, ofreciendo yuanes a cambio de monedas locales en caso de necesidad, lo que refuerza su rol como prestamista de última instancia en el sur global. En paralelo, el grupo BRICS —formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, y recientemente ampliado para incluir a países como Arabia Saudita, Irán, Egipto y Etiopía— ha comenzado a explorar la posibilidad de establecer una moneda común para el comercio interbloque. Si bien este proyecto se encuentra aún en etapa inicial y enfrenta enormes desafíos técnicos, financieros y políticos, su mera existencia indica el grado de desconfianza que muchas economías emergentes sienten frente al sistema monetario internacional actual, percibido como una extensión del poder estadounidense.
Incluso en Europa, donde los lazos con Washington son históricos, existen intentos de limitar la dependencia del dólar. Tras el colapso del acuerdo nuclear con Irán en 2018 y la imposición de nuevas sanciones estadounidenses, la Unión Europea trató de establecer un sistema de pagos alternativo —INSTEX— para facilitar el comercio legítimo con Teherán sin usar dólares ni pasar por bancos estadounidenses. Aunque el sistema tuvo un impacto limitado, demostró la creciente inquietud de aliados tradicionales respecto a la capacidad de EEUU de imponer su voluntad a través del dominio monetario. Sin embargo, no parece que haya una alternativa creíble al dólar. El yuan todavía enfrenta limitaciones por su falta de convertibilidad plena y por el control estatal sobre los flujos de capital en China. El euro, aunque fuerte en términos económicos, sigue fragmentado políticamente y carece de una unión fiscal que lo respalde en momentos de crisis. Las monedas digitales soberanas, aunque prometedoras, aún no han alcanzado una escala operativa comparable al sistema financiero actual.
En lugar de un reemplazo total, lo que probablemente veremos es una lenta pero persistente transición hacia un sistema monetario más fragmentado, donde varias monedas coexistan y compitan. Posiblemente, el dólar seguirá siendo la moneda dominante, pero su monopolio será cada vez más cuestionado, lo que es un reflejo más de la la transición del poder global desde una hegemonía unipolar hacia una estructura más distribuida, donde la geoeconomía definirá también los futuros equilibrios de poder. La moneda no es solo un medio de cambio, sino un elemento clave en las estrategias de autonomía, seguridad y proyección internacional de los Estados. Quien controle las reglas del juego financiero, controlará buena parte del tablero global.