
Cuando en 1999 se introdujo el euro, muchos temieron que la inflexibilidad del mercado laboral europeo haría más difícil responder a perturbaciones. Este temor se confirmó tras la crisis financiera global de una década después, cuando el fin del auge inmobiliario generó problemas de deuda soberana y recesiones prolongadas en la eurozona. Estados Unidos, en cambio, se recuperó de la crisis de 2008 con bastante rapidez. Pero le ha costado mucho más que a Europa hacer frente a otra gran perturbación económica: la globalización y el surgimiento de China como potencia exportadora.
En muchos sentidos, el desafío de la globalización ha sido mayor para Europa que para Estados Unidos. La importación estadounidense de mercancías está casi en el mismo nivel que hace veinticinco años (entre 10 y 11% del PIB), pero en el caso de la Unión Europea creció desde cerca del 11% a más del 14%. Al mismo tiempo, el ascenso de China plantea dificultades similares a ambos lados del Atlántico. En 2023, tanto la UE como Estados Unidos mantenían con China un déficit comercial de unos 300 000 millones de dólares al año. Pero a pesar de estas semejanzas, la globalización inspira discursos muy diferentes en la UE y en Estados Unidos. Dejando a un lado la imperfección de hacer comparaciones directas entre encuestas de opinión (por las variaciones de redacción y metodología), el mensaje básico es claro: allí donde una gran mayoría de los europeos considera que el libre comercio los beneficia, la mayoría de los estadounidenses piensa que ha beneficiado más a los otros países.
El presidente estadounidense Donald Trump ha basado su carrera política en parte en esta queja; en particular, la idea de que el declive de la industria fabril estadounidense y los padecimientos de los obreros desplazados de los antiguos centros industriales son atribuibles al libre comercio (sobre todo con China). De modo que mientras la dirigencia europea se ha mantenido en general comprometida con la apertura comercial (ni siquiera los populistas europeos han abrazado el proteccionismo), Trump usa la amenaza de aranceles para obligar a los países a entrar en acuerdos comerciales más favorables a los Estados Unidos.
¿Cómo se explica esta divergencia transatlántica? Según un importante estudio publicado en 2016, el aumento de importaciones desde China provocó entre 1999 y 2011 la pérdida de 2,4 millones de puestos de trabajo en EEUU, entre ellos casi un millón de empleos en el sector fabril. Un estudio complementario que publicaron los mismos autores cinco años después reveló que aunque entre 2010 y 2012 los efectos del «shock de China» se estabilizaron, las zonas afectadas todavía padecían niveles generales de empleo e ingresos «deteriorados». A primera vista estos resultados pueden parecer incontestables, pero hay que tener en cuenta el contexto. Estados Unidos tiene más de 160 millones de trabajadores, y en los últimos años el desempleo se ha mantenido muy bajo. Además, en la última elección Trump recibió unos 77 millones de votos, muchos más que los 2,4 millones de desplazados por el shock de China. De modo que lo más probable es que el principal motivo del rechazo de los estadounidenses al libre comercio haya sido el declive general de la industria fabril, que como muestran muchos estudios, obedece en gran medida a otros factores aparte del comercio, en particular la automatización.
Pero la industria fabril europea también retrocede, y en muchos sectores las pérdidas superan a las de los Estados Unidos. En los últimos veinte años, la participación de la industria fabril en el total de empleo cayó unos tres puntos porcentuales en Estados Unidos (del 13% al 10%), cuatro en Alemania (del 23% al 19%) y cinco en Francia (del 16% al 11%). Aunque el retroceso no se extiende por igual a todos los países europeos, tampoco se extiende por igual a todos los estados y regiones de los Estados Unidos. ¿A qué se debe la divergencia de visiones respecto del comercio, si no es atribuible a que la dislocación del mercado laboral haya sido mayor en uno de los dos casos? Un factor importante podría ser que en Europa (sobre todo en Alemania) se dio un aumento paralelo de las exportaciones, que creó nuevas oportunidades de empleo para los trabajadores desplazados por la competencia de las importaciones. Esos trabajadores ni siquiera tuvieron necesidad de trasladarse, porque podían encontrar empresas exportadoras exitosas en las mismas regiones que las industrias en declive.
Otra diferencia clave radica en la red de seguridad social y en las estructuras industriales de cada región. El mayor nivel de especialización industrial en los Estados Unidos hace más probable que los trabajadores deban trasladarse a empleos en otras industrias. Pero Estados Unidos tiene una red de seguridad social mucho más débil que la europea, lo que dificulta esos traslados (y la adaptación a perturbaciones económicas en general), sobre todo para los trabajadores no cualificados y con salarios más bajos. Esto ayuda a explicar por qué (como documentan Anne Case y Angus Deaton), Estados Unidos ha sufrido en las últimas décadas una escalada de «muertes por desesperación» (como resultado de suicidio, sobredosis de drogas y alcoholismo), en particular entre varones de clase trabajadora. También es posible que influyan la desintegración familiar y el debilitamiento de los lazos comunitarios.
Cuando estadounidenses y europeos hablan de globalización, no hablan sólo de volúmenes comerciales o destrucción de empleo fabril, sino también de instituciones, resiliencia social y narrativas políticas. Tener en cuenta el panorama más amplio es esencial para orientar las respuestas oficiales a cambios económicos.