Miembro de la junta directiva y miembro distinguido del Centro de Estudios Políticos Europeos

Los banqueros centrales en las economías avanzadas parecen haberse ganado sus vacaciones de verano, que ahora continúan en la tradicional reunión informal de Jackson Hole, en Estados Unidos. Mediante una serie de fuertes alzas de los tipos de interés, habrían logrado frenar aparentemente una ola de inflación que, según la creencia popular, fue causada por una combinación sin precedentes de conmociones negativas. Pero antes de alabar a estos banqueros centrales por su control sobre la inflación, deberíamos considerar el papel que desempeñaron para causarla.

La política comercial de Estados Unidos está a punto de experimentar una importante transformación. En un discurso reciente en la Brookings Institution, Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional del presidente Joe Biden, esbozó la estrategia de la Administración para “construir un orden económico mundial más justo y duradero”. En el núcleo de este nuevo enfoque está la creencia de que, no obstante que el mundo ha cosechado los beneficios del libre comercio a lo largo de las últimas décadas, los trabajadores estadounidenses fueron tratados injustamente.

Emisiones

Los economistas han argumentado desde mucho tiempo atrás que la regulación por sí sola no puede lograr la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel mundial, y que dicha reducción es necesaria para frenar el cambio climático; se argumenta también que es esencial contar con un precio del carbono. Hasta ahora, se han implementado docenas de acuerdos para la fijación de precios del carbono a lo largo y ancho de todo el mundo, en su mayoría esquemas basados en impuestos. Sin embargo, cuando se trata de considerar el impacto, los problemas surgen en los detalles.

Opinión

Los encargados de formular políticas económicas en todo el mundo se han esforzado por frenar el aumento de la desigualdad, una tendencia que ha impedido el crecimiento económico, impulsado victorias electorales populistas y puesto en peligro la democracia liberal. Por lo tanto, se temía de manera generalizada y comprensible que los trabajadores no calificados sufrieran profundamente a consecuencia de la crisis de COVID-19 y, más recientemente, del shock de los precios de la energía tras la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia. Sin embargo, en ambos casos, el impacto ha sido relativamente benigno.

El comercio siempre implica una dependencia mutua: si ambas partes se benefician por el intercambio de bienes y servicios, también pierden cuando se suspenden las transacciones. Hasta hace relativamente poco, los responsables de las políticas se centraban en los beneficios, las oportunidades y mejoras en la eficiencia que genera el comercio, pero en una era de conflicto geopolítico cada vez más intenso, los riesgos -especialmente los trastornos en la oferta- están cada vez más en el centro de la escena. La estrategia que propuso la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen para reducir los riesgos del comercio es un claro ejemplo.

Los europeos por fin tienen un momento de respiro con respecto a pagar precios altísimos por el gas. Gracias a la disminución de la demanda por parte de los hogares y del sector industrial (baja impulsada por los esfuerzos de ahorro de energía y un invierno más suave de lo habitual) acoplada con el incremento de fuentes alternativas (como la eólica y la nuclear), los precios del gas han caído a niveles que no se vieron desde antes de que Rusia invadiera Ucrania el pasado mes de febrero. Pero los precios podrían volver a subir, y los gobiernos deberían permitir que esto ocurra.

Dado que la Ley de Inflation Reduction Act promete la mayor inversión en la lucha contra el cambio climático jamás realizada por Estados Unidos, cabría esperar que la Unión Europea la acogiera con satisfacción. Pero, aunque los líderes de la UE aplauden sin duda el compromiso reforzado de Estados Unidos con la transición ecológica, tienen importantes -y legítimos- recelos sobre la IRA.

Al acumular enormes tenencias de bonos a lo largo de una década de flexibilización cuantitativa (QE), los bancos centrales, en los hechos, apostaron a que las tasas de interés se mantendrían bajas indefinidamente. Perdieron su apuesta.

En los últimos meses, los precios del gas y la electricidad en Europa se dispararon casi un 100% hasta alcanzar niveles sin precedentes, luego cayeron un tercio y ahora se han vuelto a disparar desde que Rusia anunció que la explotación del Nord Stream 1, su gasoducto a Alemania, seguiría suspendida indefinidamente. Muchos líderes europeos han reaccionado a las salvajes oscilaciones de las bolsas de energía de Europa culpando a los mercados. Pero disparar al mensajero nunca es el enfoque correcto.

Opinión

Gran parte de la sabiduría convencional sobre la actual crisis del gas natural en Europa –provocada por la reducción de los suministros de Rusia– se basa en dos supuestos: que la economía alemana depende del gas ruso barato y esta exposición ha salido espectacularmente mal para los intereses del mal que ahora gobierna Olaf Scholz. Pero aunque la industria alemana es fuerte, y el país importa mucho gas natural de Rusia, un examen más detallado de las cifras y los aspectos económicos no apoya la narrativa predominante.