Miembro de la junta directiva y miembro distinguido del Centro de Estudios Políticos Europeos
Opinión

El año pasado, Mario Draghi elaboró un informe histórico sobre el futuro de la competitividad europea, en el que recomendaba que la Unión Europea aumentara la inversión anual en más de 800.000 millones de euros -el equivalente a más del 4% de su PIB-. Este informe ahora se ha convertido en la base intelectual de una estrategia ambiciosa para revitalizar el crecimiento en Europa, ya antes de que el panorama internacional se complicara para Bruselas con la guerra comercial desatada por EEUU. Pero Europa debe tener cuidado con lo que desea. Como ha demostrado Japón, la inversión no es la panacea. La idea de que más inversión es la clave del éxito económico está muy arraigada en Europa. La llamada Estrategia de Lisboa, lanzada en 2000, pretendía aumentar el desembolso en Investigación y Desarrollo hasta el 3% del PIB. Ese objetivo ha permanecido en la agenda oficial de la UE durante un cuarto de siglo, pero nunca se ha alcanzado. En 2015, la Comisión Europea sumó otro objetivo: su Plan de Inversiones para Europa pretendía movilizar 315.000 millones de euros adicionales en tres años, con el fin de aumentar la competitividad y el crecimiento a largo plazo.

Opinión

Cuando en 1999 se introdujo el euro, muchos temieron que la inflexibilidad del mercado laboral europeo haría más difícil responder a perturbaciones. Este temor se confirmó tras la crisis financiera global de una década después, cuando el fin del auge inmobiliario generó problemas de deuda soberana y recesiones prolongadas en la eurozona. Estados Unidos, en cambio, se recuperó de la crisis de 2008 con bastante rapidez. Pero le ha costado mucho más que a Europa hacer frente a otra gran perturbación económica: la globalización y el surgimiento de China como potencia exportadora.

La desregulación vuelve a estar de moda a ambos lados del Atlántico. Es uno de los pilares principales de la agenda del presidente estadounidense Donald Trump: ha firmado una orden ejecutiva que exige a las agencias gubernamentales eliminar diez regulaciones por cada una que introduzcan. También es una prioridad para la Comisión Europea, que se ha comprometido a reducir las «cargas administrativas» no menos de un 25%. Y está en todos los medios, incluida la portada de The Economist. Pero ¿es la desregulación tan buena para la competitividad económica como afirman sus defensores?

Si hay un problema que pueden resolver los europeos, es el problema yugoslavo", afirmaba en 1991 el entonces ministro de asuntos exteriores de Luxemburgo, Jacques Poos. A fines de ese año se había producido la disolución formal (y en gran medida pacífica) de la Unión Soviética; pero en los Balcanes crecían las tensiones étnicas, y Poos insistía en que por ser Yugoslavia un país europeo, era Europa y no Estados Unidos la que debía hacerse cargo de la crisis cada vez más intensa que se vivía allí. "Esta es la hora de Europa", declaró con orgullo. Pero en los años que siguieron, Yugoslavia sufrió un sangriento proceso de desintegración, y Europa se mostró incapaz de hacer mucho al respecto.

A partir del 24 de febrero de 2022, cuando Rusia lanzó su invasión a gran escala contra Ucrania, millones de ucranianos se refugiaron en la Unión Europea (tan solo Alemania y Polonia recibieron, aproximadamente, un millón de refugiados cada una). Siempre se pensó que se trataba de una solución temporal, pero la prolongada guerra de desgaste actual requiere un cambio de enfoque.

Los economistas no suelen preocuparse demasiado por la competitividad internacional de los países, el comercio y la inversión transfronteriza que suele se positivo para ambas partes y si un país crece más rápidamente los demás se benefician, ya que pueden aprovechar ese mercado en expansión. Es la productividad interna, no la capacidad de ganarles a los demás, lo que determina la prosperidad nacional; por eso Paul Krugman afirmó hace 30 años que la competitividad es una «obsesión peligrosa».

El surgimiento de un sistema abierto de comercio multilateral que separó el comercio de la geopolítica jugó un papel crucial en la economía posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero hoy, en que las consideraciones geopolíticas influyen cada vez más en las políticas de comercio, se está haciendo visible un nuevo paradigma.

Octubre ya ha traído consigo un cambio significativo en el sistema mundial de comercio: por primera vez, una gran potencia comercial estableció un impuesto a la importación de carbono. Debido a que utilizar la palabra "impuesto" (o "arancel") hubiera sido incómodo, la Unión Europea optó por el apelativo Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (MAFC). Pero un impuesto es lo que significa la palabra, y su justificación económica es sencilla.

La actual desaceleración económica de China ha suscitado una diversidad de explicaciones. Sin embargo, los pronósticos tienen en gran medida algo en común: si bien los datos a corto plazo son algo volátiles (las tasas de crecimiento anual se han visto distorsionadas por el legado de la draconiana política de cero Covid de las autoridades), la mayoría de los observadores prevén que el crecimiento del PIB chino continúe con una tendencia a la baja. El Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, prevé que el crecimiento alcance sólo al 4,5% en el año 2024 y caiga al 3% para fines de esta década, un crecimiento que es mejor que aquel de la mayoría de las economías avanzadas, pero que está muy lejos de las tasas de dos dígitos de hace una década. No obstante, el crecimiento es sólo una parte de la historia.

Los banqueros centrales en las economías avanzadas parecen haberse ganado sus vacaciones de verano, que ahora continúan en la tradicional reunión informal de Jackson Hole, en Estados Unidos. Mediante una serie de fuertes alzas de los tipos de interés, habrían logrado frenar aparentemente una ola de inflación que, según la creencia popular, fue causada por una combinación sin precedentes de conmociones negativas. Pero antes de alabar a estos banqueros centrales por su control sobre la inflación, deberíamos considerar el papel que desempeñaron para causarla.