
El dato de inflación del miércoles en Estados Unidos fue una sorpresa para muchos: un incremento del índice de precios al consumo (IPC) del 9,1% anual, la cifra más elevada en cuarenta años. Esto tiene muchas más implicaciones de las que parece. En primer lugar, la política de endurecimiento monetario y subidas de tipos de la Reserva Federal no parece estar funcionando, al menos de momento. Esto llevará a mayores subidas de tipos de interés en Estados Unidos. Esto a su vez significa que el dólar continuará su apreciación frente al resto de monedas, lo que incluye el euro, puesto que acudirá más capital para beneficiarse de unos tipos de interés más elevados.
No sólo es una cuestión de que Estados Unidos sea la economía más grande del mundo, sino que su moneda, el dólar es la moneda de reserva mundial, y en la que se pagan buena parte de los intercambios internacionales, especialmente en lo que se refiere al petróleo y al gas. Esto significa que la apreciación del dólar, derivada de los aumentos de tipos de interés, centrifuga la inflación al resto del mundo. La única forma de evitar este efecto es el aumento de los tipos de interés en los demás países. En los últimos días, los Bancos Centrales de Nueva Zelanda, Corea del Sur y Canadá ya han elevado los tipos de interés.
En la Zona euro seguimos teniendo tipos de interés negativos, al menos hasta el próximo día 21, en el que previsiblemente el Banco Central Europeo subirá los tipos de interés. Si se quiere detener la espiral inflacionista no le va a quedar más remedio al BCE que ser más decidido, aunque tenga costes. Se ha argumentado que subir los tipos de interés no reducirá el precio de la energía importada. Sin embargo, como esta energía, gas y petróleo, se paga fundamentalmente en dólares, si no hay un cambio de política, se pagará cada vez más cara.
En principio, tener una moneda débil tiene inconvenientes, pero también ventajas. La principal ventaja es que una moneda más débil debería permitir mayores exportaciones, y reducir también las importaciones. Sin embargo, el saldo de la balanza por cuenta corriente en el primer trimestre, según datos del Banco España, empeoró sustancialmente, pasando el déficit de 396 millones de euros en el primer trimestre del pasado año a 3.647 millones de euros en el primer trimestre de este año. Es bastante probable que en el segundo y tercer trimestre mejoren las cifras gracias a la buena temporada turística. Otro indicativo de la pérdida de competitividad en Europa es el primer déficit de la balanza comercial alemana desde 1991. El encarecimiento de la energía está pasando factura a prácticamente toda la economía europea y su capacidad de competir.
Los problemas de inflación se iniciaron fundamentalmente por la energía. Según Eurostat, la energía es la rúbrica que más había subido en los últimos doce meses, con cerca de un 40%. Pero ahora, están subiendo, además, casi todos los demás precios. Por eso, además de un pacto rentas, es decir limitar el crecimiento de salarios y márgenes empresariales, parece que no hay más remedio que acometer una subida de los tipos de interés, que, además, detenga la depreciación del euro y frene la inflación importada.
El principal inconveniente para endurecer la política monetaria está en el riesgo de fragmentación financiera: es decir que haya capital que huya desde la periferia de la Eurozona hacia el centro, fundamentalmente Alemania. El BCE ha anunciado que reinvertirá los bonos que vayan venciendo, comprando bonos de ese mismo país, o de otros, con flexibilidad, para evitar estos problemas. Además, ha anunciado un mecanismo anti-fragmentación que aún no se ha concretado. Aun así, las primas de riesgo se han mantenido estables.
Una de las posibles razones para que no haya tanta especulación, es que Europa Oriental y también Alemania está mucho más expuesta a un estrangulamiento energético que la Europa periférica. La mayor parte del gas natural que se utiliza en Alemania procede de Rusia, a través de los gasoductos que atraviesan Ucrania, Bielorrusia y el Báltico, los gaseoductos NordStream I y II (que no ha llegado a entrar en funcionamiento). En estos momentos, el gaseoducto NordStream está en reparaciones y Rusia no garantiza que vuelva a entrar en funcionamiento. Si hay un corte de todos los gaseoductos rusos cuando llegue el invierno, la situación social y económica en Europa Oriental y Alemania se complicará mucho. Por ejemplo, se calcula que más de dos tercios de los hogares alemanes se calientan con gas. Si se quiere garantizar que lo tengan, y no pasen frío en invierno, ni haya cortes de electricidad (cuya producción también utiliza gas), probablemente tenga que parar buena parte de la industria. Esto tendría efectos muy negativos en toda Europa, y también en otras partes del mundo, pero, obviamente, la peor parte se la llevarían en Alemania.
No sabemos cómo va a evolucionar la guerra en Ucrania, aunque lo más probable es que, desgraciadamente, continúe durante los próximos meses. Tampoco sabemos qué decisiones va a tomar Putin, ni en la guerra ni tampoco en el terreno energético. Lo único que parece claro es que Putin está más que dispuesto a utilizar la energía como un arma política, o un arma de guerra, si lo prefieren. Los peores escenarios, y sus consecuencias, no son precisamente descartables. El factor geopolítico, y su derivada energética son la cuestión más importante, también en el plano económico, para Europa en general y para España. En este sentido, que Rusia y Ucrania, con la mediación de Turquía hayan llegado a un principio de acuerdo para permitir la exportación de grano a través de los puertos del Mar Negro es una muy buena noticia en un año aciago, que quizás logre evitar hambrunas y migraciones forzosas.
Nos enfrentamos a un entorno económico extremadamente complicado y los próximos trimestres no van a ser fáciles. Los estrangulamientos energéticos regionales son, probablemente, un problema más grave que una inflación que ya es global, pero el BCE debería empezar ya una política de endurecimiento monetario que lleva ya demasiado retraso.