
La debacle de Irak. la caída de Saigón al final de la guerra de Vietnam, la Bahía de Cochinos, la fallida invasión de Cuba... Se puede debatir qué lugar ocupa exactamente el colapso de Afganistán en la lista de desastres militares y de política exterior estadounidenses. Pero hay algo que ya es seguro: lo ocurrido esta semana se trata de un gran revés que socavará la credibilidad de Estados Unidos durante los próximos años. Sin embargo, ahora viene el verdadero problema. Esto no va a terminar aquí. La economía será la próxima gran catástrofe de la cada vez más caótica Presidencia de Joe Biden.
Puede que haya sido un error para Estados Unidos, y por supuesto para su aliado Reino Unido, imaginar que podrían reconstruir Afganistán por la fuerza. Aun así, la caótica salida del país, que devolvió el poder a los talibanes en cuestión de días, difícilmente podría haberse gestionado de forma más inepta. A los mercados no les importará mucho lo que ocurra en Kabul en los próximos días. Afganistán es insignificante en la economía mundial.
Y sin embargo, la caótica retirada revela una Casa Blanca débil, ineficaz e incoherente. Y, lo que es más importante, las políticas económicas del presidente Biden son igual de irreales.
Gasto público disparado
Basta con echar un vistazo a algunas de las pruebas. El gasto se ha llevado a niveles inauditos. Justo después de asumir el cargo, el presidente lanzó un paquete de estímulo de 1,9 billones de dólares, despachando dinero gratis a todos los ciudadanos estadounidenses, y engordando un déficit una deuda que ya eran peligrosamente altos bajo la Presidencia de Donald Trump.
Biden ha ahondado esa tendencia con otro billón de dólares -se ve que los billones continúan sumándose con gran facilidad llegados a cierto punto- para proyectos de infraestructura, algunos de los cuales pueden valer la pena, pero muchos de los cuales se encontrarán con los sobrecostes y retrasos que típicamente acompañan a este tipo de programas masivos de estímulo fiscal.
La Administración de Biden se está apresurando a impulsar la energía verde que, si bien es perfectamente valiosa en sí misma, es probable que mine la base industrial de Estados Unidos con el aumento de los costes, al tiempo que conduce a un exceso de oferta masiva de productos como las baterías para coches eléctricos, aún muy poco extendidos en ese país.
En su intento de pagarlo todo con dinero público, y de anotarse algunos tantos con la facción más izquierdista del Partido Demócrata, Biden ha subido los impuestos a las empresas hasta niveles muy superiores a los de la mayoría de sus principales competidores (los ha puesto en el mismo tipo impositivo que Francia, pero previendo menos deducciones) y ha aumentado los impuestos a los ricos.
Su plan de un impuesto mínimo global crea una camisa de fuerza que obligará a aumentar los tipos impositivos en todo el mundo. Mientras tanto, las empresas estadounidenses más competitivas -los gigantes tecnológicos que han sostenido prácticamente solos el crecimiento de EEUU durante las dos últimas décadas- se enfrentan a un ataque regulatorio sistemático justificado solamente en el tamaño e estas multinacionales, incapaz de demostrar que estas compañías realmente atenten contra la competencia.
Un Estado hipertrofiado
Hay un tema común en todo esto. La Administración Biden se ha embarcado en una carrera hacia un Estado cada vez más grande, con más control gubernamental sobre todos los aspectos de la economía y la sociedad. En sí mismo, eso ya era preocupante. Un Estado más grande -quién lo iba a decir- no suele ser más eficaz.
Pero el fiasco de Afganistán ha ilustrado que las personas que lo dirigen son completamente ineptas, con poca inteligencia, escasa planificación y ninguna señal de liderazgo.
Seguro que habrá un despertar económico temporal, mientras el país se recupera de la epidemia del Covid, y el dinero del plan de estímulo riega la economía. Pero Biden provocará otra crisis en poco tiempo. No será tan dramática como la caída de Kabul, pero se revelará igualmente perjudicial, o incluso probablemente más.