
Esta semana entra en vigor la ya famosa Ley Rider, la norma que regula las relaciones laborales entre los repartidores a domicilio y las plataformas digitales para las que trabajan.
Esta ley nace del lógico propósito de terminar con el limbo legal que caracterizaba a esos vínculos y que dio lugar durante años a sentencias judiciales por completo contradictorias.
Es también plenamente justificable su propósito de combatir la proliferación de falsos autónomos que se producía en este sector. Sin embargo, resulta cada vez más evidente que la solución adoptada por la norma, basada en imponer la contratación forzosa, no es la respuesta que dichos problemas requerían.
Esta realidad empezó a ser patente no sólo por la oposición suscitada entre las empresas afectadas, sino también por el descontento entre gran parte de sus supuestos beneficiarios, los riders, quienes reivindicaron su derecho a seguir siendo autónomos. Pero aún hay una prueba más fehaciente de las taras que lastran la ley. Su principal objetivo, fomentar la estabilidad laboral, se frustrará debido a que la gran mayoría de plataformas no van a contratar a sus repartidores.
Pese a la inflexibilidad y la rigidez que la caracterizan, la nueva norma es incapaz de evitar que existan numerosos recovecos legales, como la subcontratación o el recurso a otras categorías laborales (la propia de los mensajeros por ejemplo), para evitar las contrataciones. La Ley Rider, por tanto, no soluciona el conflicto ya existente y, aún más grave, es posible que suscite otros litigios.
No en vano obliga a que toda plataforma digital ofrezca libre acceso a los algoritmos que definen las condiciones laborales de sus trabajadores, lo que choca con la protección de la propiedad industrial.