Sea cual sea la decisión que adopte ERC sobre la gobernabilidad tras las elecciones de ayer, la agenda política va a seguir girando en torno al monotema que marcan los independentistas desde hace ya una década. Pase lo que pase, los de Junqueras estarán en el Govern y seguirán eligiendo como tema preferido la autodeterminación, aunque no sea unilateralmente, con el añadido de la amnistía a los condenados por el Supremo como condición.
No rebusquen mucho en su interés por la pandemia o en cuestiones de alcance ciudadano. Como siempre ha dicho el líder excarcelado para la campaña, lo volverán a hacer, y si puede ser con una amnistía bajo el brazo, mejor. Los resultados del domingo les avalan porque como dijo al inicio de la noche electoral uno de los dirigentes separatistas, el independentismo siempre gana cuando les dejan votar, que es exactamente cuando la ley lo ampara y lo permite.
La caída de la participación confirmó la fuerza de movilización de las opciones del lazo amarillo, aunque se haya producido un evidente desgaste del expresidente Puigdemont y su candidata, que no han podido resistir sin la fuerza que les daba votar en aquél lejano diciembre de 2017 con las sensibilidades a flor de piel.
Los resultados aparentemente alejan cualquier posibilidad de nuevas elecciones, porque hay dos opciones muy definidas para la formación de gobierno. La que parecería más estable, sobre todo desde la óptica de La Moncloa, alojaría a Salvador Illa en Sant Jaume y apuntalaría la legislatura de Pedro Sánchez en Madrid.
Nadie puede vaticinar qué ocurrirá si la elección de Junqueras y Rufián es la contraria, gobernar dando la espalda al ganador en votos para mantener el pulso al Estado, poniendo en riesgo el invento que hace ahora trece meses se levantó en la política nacional, y dejando en papel mojado el evidente tirón del candidato socialista en una campaña en la que él ha sido el centro neurálgico del tablero.
El "todos contra Illa" puede convertirse en "gobernaremos con Illa", siempre y cuando se comprometan una serie de contrapartidas que comienzan por las dos que titulan esta tribuna. Nadie puede discutir el éxito del gobierno en su estrategia en relación a estas elecciones catalanas, pero los socialistas ya han demostrado antes que relativizan la victoria en las autonomías históricas para poder sumarse al discurso nacionalista, insólito vector ideológico reciente de la izquierda española como ha demostrado igualmente la campaña de Pablo Iglesias en Cataluña.
La batalla de las derechas quedó más bien como la masacre de San Valentín, donde hemos tenido la parte ajusticiada y la parte sin piedad que se ha llevado todo el botín. Ciudadanos recoge los resultados de unas políticas variables en la elección de sus compañeros de viaje y sobre todo pierde una treintena de escaños por haber eludido su responsabilidad como primera fuerza en los anteriores comicios autonómicos. Illa y Sánchez sabían que eso era muy posible y se han dado el festín a costa de Carrizosa y Arrimadas.
Y el PP desconectado de Cataluña, irrelevante ya en la configuración de los espacios políticos de la comunidad, que entrega la cuchara a Vox y se dispone a digerir el aluvión de críticas que va a recibir Casado por su ruptura estratégica con Abascal. Ciudadanos y Partido Popular juntos no llegan a los escaños que obtiene el candidato verde Garriga, pero el lado positivo es que los tres juntos arrancan en territorio hostil casi los mismos votos que el partido del fugado Puigdemont. Porque sumarles en un ficticio bloque constitucionalista el porcentaje de votos del PSC es algo tan voluntarista como irrealizable.