
Dar la batalla por la empresa y el empleo. Probablemente, éste sea el principal combate que debemos librar ahora en España, cuando tenemos más de 90.000 empresas destruidas desde que se desató la pandemia, 745.000 personas se hallan en situación de ERTE, el desempleo se ha disparado hasta más del 16% y la economía sigue funcionando al ralentí. Todo ello amenaza el Estado de bienestar y tiñe de negros nubarrones el futuro de varias generaciones.
Actualmente, el agente patógeno número uno que debemos combatir como sociedad es el Covid-19, nadie tiene la menor duda. Pero junto a este desafío, nos enfrentamos a una crisis económica cuyas auténticas consecuencias no alcanzamos a atisbar aún en su completa dimensión, si bien los datos que vamos conociendo mes tras mes nos alertan de su preocupante deriva. Quizás no nos hayamos planteado con el suficiente realismo lo que significa privar a un ciudadano de la posibilidad de trabajar y realizarse íntegramente como una persona independiente y autónoma. De alguna forma, viene a ser ya una forma de muerte civil.
Por eso, lo que aconsejaría la prudencia sería no despistarse en lo secundario y accesorio con medidas legislativas que no van a la raíz del auténtico problema (todos tenemos en mente las múltiples reformas emprendidas en materia regulatoria con el foco puesto en la empresa) y plantearnos cómo seremos capaces de crear empleo y ofrecer unas expectativas claras de vida a nuestros ciudadanos.
Desgraciadamente, el proyecto de presupuestos generales del Estado, principal instrumento que tiene todo Gobierno para actuar sobre el sistema económico, no parece que sea el idóneo para preservar el tejido productivo y promover la inversión, bases indispensables para la creación de empleo.
Por un lado, no solo no corrige el abultado gasto corriente que el Estado tiene que afrontar (es más, en algunos casos, lo incrementa sin atender a la situación de excepcionalidad en que nos encontramos ni tampoco a los graves problemas de financiación que representa contar con una deuda que previsiblemente se disparará hasta el 120% del PIB), sino que viene a acrecentar aún más la fiscalidad de las empresas y reduce los incentivos para atraer y dinamizar las inversiones. Precisamente, uno de los motores económicos que permitió la recuperación en la pasada crisis, nos referimos al sector exterior, verá reducidas sustancialmente algunas de las exenciones que se contemplaban en el impuesto de sociedades. Una medida, por cierto, que va en sentido contrario a lo que están haciendo la mayor parte de los países con los que competimos internacionalmente.
Junto al proyecto de ley presupuestaria, otras medidas, como la creación del impuesto de servicios digitales, que puede constituir un freno para el desarrollo de la startups, precisamente cuando desde la propia Unión Europea se pretende impulsar la economía digital, no parecen ir en la buena dirección, como tampoco la implantación de un impuesto a las transacciones financieras, que restaría atractivo a los inversores y al propio mercado de valores como alternativa de financiación para muchas empresas con ambición de seguir creciendo.
La fiscalidad debe de tener como principal objetivo cubrir las necesidades en servicios públicos de calidad, y los impuestos se deberían de subir o bajar dependiendo de las necesidades de las ciudades y países. Restar competitividad a la empresa española sólo traerá como consecuencia el adelgazamiento del tejido empresarial, la destrucción de empleo, la escasa o nula atracción del talento y la disminución inversión internacional. Tener la fiscalidad europea con el tamaño medio empresarial español (y con el salario medio español) no es compatible.
Somos conscientes de que la delicada situación financiera con la que partía España en el inicio del Covid-19 ha impedido contar con unos programas de ayudas a las empresas más ambiciosos. Una vez más, desoímos en su día las voces que nos aconsejaban aprovechar la etapa crecimiento económico para reducir déficit público y deuda y, en su lugar, optamos por seguir incrementando el gasto cuando la economía ya daba signos de cierto agotamiento. Ello ha dado lugar a que nuestros planes de apoyo a las empresas hayan sido, con notable diferencia, los más limitados de la Unión Europea, sobre todo si se comparan con los de Alemania, Francia o Italia.
Los países que gozan de mayor salud económica y financiera son aquellos que cuentan las condiciones para que arraigue el emprendimiento y disponen de una amplia base empresarial capaz de absorber el empleo que genera la propia sociedad. En esos países, las oportunidades de desarrollo profesional y personal se dan, fundamentalmente, en el sector privado, y sus sistemas presentan, como características principales, unos marcos normativos estables y previsibles, políticas incentivadoras de la actividad empresarial y de la inversión, sólidas instituciones que funcionan como contrapesos de poder, y un modelo educativo de calidad que responde a las necesidades del propio sistema productivo. Esa es la auténtica batalla que tenemos que dar ahora: crear las condiciones para que las empresas permanezcan y crezcan, creen empleo y hagan posible sociedades libres y prósperas.