
"¿Quiere un gran imperio? Impere sobre sí mismo". Esto dijo el escritor latino Publilio Siro hace dos milenios: un consejo que, pese a su antigüedad, hoy conserva toda su vigencia. Para muchos, el repunte de la renta variable española e internacional desde sus mínimos de marzo es una ocasión propicia para vender. Temen que los rebrotes del coronavirus en Cataluña, Aragón y en todo el mundo, el desempleo galopante en la eurozona, los titubeos de los políticos y demás riesgos provoquen más desplomes. No obstante, la obsesión mediática con el miedo oculta el mayor riesgo al que se enfrenta: usted.
La debacle del comienzo de 2020 dejó congelados a muchos inversores: gracias a esa parálisis sacaron provecho de la posterior recuperación; lo malo es que algunos han empezado a impacientarse -y a vender-. En su desesperación por evitar que el próximo golpe les pille desprevenidos, consideran que, tras el gran rebote de las acciones, es el momento de salir de la bolsa.
Ahora que el Ibex 35 ha remontado con fuerza desde su mínimo del 16 de marzo, el inversor español podría vender y olvidarse de una eventual segunda ola de la pandemia; el inversor internacional, por su parte, podría recuperar gran parte de las pérdidas del batacazo del 33,8% y evitar nuevas caídas: les haría sentir triunfadores. Pero los sentimientos son peligrosos.
Los motivos para vender abundan. Entre otras preocupaciones, la prensa se hace eco del aumento de los contagios que ha desencadenado nuevas restricciones en Barcelona, Lérida y más ciudades; las cuarentenas impuestas en Europa y su impacto en el turismo español; o la previsión de un catastrófico desempleo en la eurozona durante años.
El sesgo de confirmación
Es posible que los pesimistas caigan presa del sesgo de confirmación, esa tendencia humana a tener en cuenta solo la información que respalda las ideas preconcebidas –léase al respecto mi artículo del mes pasado–. Las secuelas emocionales de la recesión ciegan a los escépticos ante la evidencia de lo contrario.
Liquidar las posiciones en acciones en base a miedos ampliamente conocidos, con todo, es mirar hacia atrás: un error clásico. El temor a una recaída (double dip en inglés) suele generalizarse tras todos los mercados bajistas. Después del mínimo de 2009, la deflación y el elevado paro en España, las disputas en el seno de la UE y el pesimismo sobre la deuda mundial mantuvieron en vilo a los analistas: las acciones se pusieron por las nubes. En 2003 se adujeron el descenso del consumo, el terrorismo y la invasión de EEUU en Irak. La segunda recesión nunca llegó.
El mundo solo ha encadenado dos crisis en contadísimas ocasiones. A juicio de muchos expertos, los mercados bajistas internacionales que comenzaron en 1929 y 1937 adoptaron forma de W. Sin embargo, según la larga serie del índice S&P 500 de EEUU en dólares, la renta variable se revalorizó un 324% en los cinco años transcurridos entre ambas rachas negativas. Las economías crecieron, conque se trata de debacles independientes. Sí que ha habido double dips a escala regional, como al inicio de los años ochenta y noventa en EEUU o Europa, respectivamente. Quizás piense que en España los calamitosos intervalos 2008-2009 y 2011-2013 se compadecen con una doble recesión. Aun así, seguirían siendo extremadamente raros.
Los mercados alcistas no se frustran tan fácilmente. Los mercados bajistas hunden las expectativas hasta tal nivel que la realidad, por mala que sea, apenas decepciona a los inversores. En los 11 mercados alcistas que han tenido lugar entre 1929 y 2019 (atendiendo al S&P 500) las acciones se han disparado, en términos de dólares, un 27,8% de media en los primeros 180 días. Si bien cierta volatilidad periódica es normal, dicha tendencia se mantiene, alcanzando el 46,6% las rentabilidades medias a los doce meses del mínimo. Lo verdaderamente relevante es que estas ganancias iniciales se acumulan durante todo el recorrido alcista.
Por tanto, aunque la inquietud ante un cambio de tendencia sea grande, lo más arriesgado es desprenderse de los títulos prematuramente, cuando apenas empiezan las subidas. La mayoría alcanza sus objetivos financieros a largo plazo gracias a la liquidez que únicamente brinda la revalorización de las acciones. Los títulos estadounidenses han cosechado rentabilidades medias del 10% anualizado desde 1925.
Ese lapso incluye todos los mercados bajistas y sesiones de caídas: la Gran Depresión, el Lunes Negro de 1987, la Gran Recesión entre 2008 y 2009, la crisis del euro y el horroroso invierno de 2020. Esquivar las vacas flacas puede impulsar las ganancias, pero intentarlo y no conseguirlo, como sucede al grueso de los que aspiran a ello, se traduce en desastre. Tenga en cuenta que una inversión de 10.000 dólares en el S&P 500 al principio de 1988 habría escalado a aproximadamente 256.000 dólares al cierre de 2019. Excluyendo los 10 mejores días de ese periodo, la cifra bajaría hasta cerca de 128.000 dólares y, sin los 20 mejores días, a menos de 80.000 dólares.
De ahí que la mayor parte de los inversores solo debería hacer caja si sabe algo que otros ignoran, pero no en base a las dudas compartidas, que las acciones siempre anticipan. Tampoco por las cicatrices del pasado, que no dejan de ser un factor retrospectivo sin relación con sus objetivos de inversión.
Vender acciones en una situación de inestabilidad a corto plazo no limita el riesgo. Es posible que, en cambio, aumente la probabilidad de que no alcance sus objetivos. Los buenos inversores no luchan contra la impredecible volatilidad ni los temores a la recesión, sino que los aceptan como el precio a pagar por los resultados que desean obtener y comprenden la atemporalidad de la máxima del mítico pionero estadounidense Ben Graham: "El principal problema del inversor, e incluso su peor enemigo, es probablemente él mismo".
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