Puede que alguien salga de ver esta película con la garganta llena de arena, preguntándose si en algún momento de esa travesía árida hubo algo más que polvo y pretensión. Es como ir al desierto buscando un fuego y encontrar cenizas secas. Hay cineastas que no hacen películas: celebran liturgias. Oliver Laxe, con su barba profética y su cámara en trance, es uno de esos. En Sirat, su última ofrenda, ha reunido polvo, trance electrónico y almas errantes en un lienzo fílmico que parecía destinado a marcar época, pero que se ha quedado en el gesto hueco de un pintor que se olvida de que el lienzo necesita color, no solo intención.