
Si alguna vez soñó con despertarse bajo un dosel, con el rocío acariciando las ventanas y un faisán cruzando el jardín como si fuera suyo, The Folly at Sandringham puede ser su epifanía. Quizás no cambie su vida, pero la impregnará de un perfume inglés que no se va nunca del todo. Como dijo Jorge V, "el lugar que más quiero en el mundo" no es solo una casa: es un estado del alma. Y ahora, aunque sea por unos días, también puede ser el suyo. De hecho, el abuelo de Isabel II murió en el Palacio de Sandringham, en Norfolk, un 20 de enero de 1936. El rey del Reino Unido y los Dominios Británicos de Ultramar y emperador de la India no concebía un destino mejor.
Por un instante —efímero, acaso eterno— usted también podrá dormir bajo el mismo techo que los fantasmas de la realeza británica. Porque en Inglaterra, hasta los espectros visten tweed y beben el té a las cinco. Y vivir en la experiencia de sentirse como un auténtico rey, se paga concretamente por 7.500 euros (6.300 libras) la semana. Un precio que puede variar según la temporada y el número de huéspedes. Además, si se desea acceder al East Wing (ala este), hay un coste adicional. Para grupos de hasta 12 personas, el alquiler incluye solo la casa principal; el East Wing se puede añadir por un suplemento.

Hay algo en el campo inglés que no pertenece del todo al mundo de los vivos. La niebla que se agarra a los setos, el crujido noble de la madera antigua, los zorros que cruzan los caminos como si fueran heraldos de un tiempo más lento. En ese paisaje suspendido entre Jane Austen y la BBC, los reyes también buscan consuelo. Y entre todos los refugios del alma regia, hay uno que ha conservado su encanto casi intacto: Sandringham, el rincón más amado de Jorge V, que una vez escribió que era "el lugar que más quiero en el mundo".
Y no era una frase hecha. Allí, entre los robles centenarios y los senderos de tierra húmeda, se ha urdido la historia privada de la familia Windsor. Sandringham ha sido el escenario de sus silencios, sus lutos, sus rituales navideños, y también de sus pequeñas fugas de humanidad. Fue regalo de la reina Victoria a su hijo Eduardo VII en 1862. Allí, los príncipes y princesas de Gales han jugado a ser mortales entre flores silvestres. Allí amaba estar Isabel II. Y hoy, Carlos III, jardinero de su tiempo y rey por deber, ha querido compartir un trozo de ese mundo con los comunes mortales.

Porque el nuevo monarca ha decidido abrir una puerta —literal— al pueblo: The Folly at Sandringham, una coqueta casa de tres dormitorios escondida en el corazón del dominio, podrá alquilarse para vacaciones. La iniciativa, en colaboración con Oliver's Travels, tiene algo de gesto democrático y algo de astuta nostalgia: permitir que, por unos días, cualquier persona con sentido del buen gusto (y una tarjeta de crédito generosa) pueda pasear por donde quizás paseó Lillie Langtry, la amante de Eduardo VII, o escuchar el eco de una taza de té servida con guantes blancos.
The Folly, cuya silueta de torrecillas parece sacada de una ilustración de Beatrix Potter, fue antaño un refugio para damas bien en tardes eternas de conversación y porcelana. Hoy, la casita conserva la dignidad de su arquitectura original: chimeneas de piedra, arcos ojivales, ese equilibrio delicado entre lo antiguo y lo confortable. Pero también ha sido adornada con guiños sutiles al estilo moderno de la aristocracia inglesa: papeles pintados de William Morris, mobiliario vintage que no parece comprado, sino heredado, y antigüedades que, según se dice, provienen de las colecciones privadas de la familia real.
Por supuesto, el lugar cuenta con Wifi y televisión inteligente, porque ni los duques pueden vivir ya sin streaming. Pero el verdadero lujo no está en las comodidades. Está en lo que rodea: las 20.000 acres del Sandringham Estate, ese jardín interminable donde los cérvidos pastan con la elegancia de un lord del siglo XIX. Allí no se camina: se flota entre camelias. Se escucha el silencio del bosque como si fuera una partitura. Se huele la historia.

Los que hayan visto The Crown o leído a Proust sabrán que una casa no es solo una casa. Es una constelación de hábitos, una novela inconclusa. The Folly es eso: una habitación prestada en un capítulo aún abierto de la historia británica. Y si usted se aloja allí —por unos cientos de libras la noche— no solo dormirá donde alguna vez sonaron risas regias, sino que podrá imaginar, al alba, que el perfume del jardín lo ha preparado personalmente la reina madre.
Carlos III, con esta maniobra de apertura, parece querer reconciliar dos impulsos contradictorios: la preservación del mito y su democratización. No todo el mundo podrá ser rey, pero al menos podrá, por tres días, sentirse parte del decorado. La decisión no es menor en un país donde la monarquía es religión civil y la campiña inglesa, un sacramento.
La medida también responde al deseo del monarca de hacer sostenible el legado. La realeza contemporánea ya no vive de feudos ni de tributos, sino de imagen y administración prudente. Al convertir parte del patrimonio en experiencia vivencial, Carlos no solo mantiene con vida las casas y sus jardines, sino que les da un nuevo aliento. Y, de paso, estrecha ese hilo invisible que une a la nobleza con el pueblo, al menos en el imaginario.
