
Puede que alguien salga de ver esta película con la garganta llena de arena, preguntándose si en algún momento de esa travesía árida hubo algo más que polvo y pretensión. Es como ir al desierto buscando un fuego y encontrar cenizas secas. Hay cineastas que no hacen películas: celebran liturgias. Oliver Laxe, con su barba profética y su cámara en trance, es uno de esos. En Sirat, su última ofrenda, ha reunido polvo, trance electrónico y almas errantes en un lienzo fílmico que parecía destinado a marcar época, pero que se ha quedado en el gesto hueco de un pintor que se olvida de que el lienzo necesita color, no solo intención.
Se anunció como una travesía emocional por el desierto de Marruecos —padre e hijo buscando a la hija extraviada entre las dunas, los beats y la bruma de las raves ilegales—, pero lo que nos ofrece es un recorrido áspero y críptico, donde el drama es sustituido por un tedio con pretensiones. No hay relato: hay paisaje. La verdad es que hubo algo de esto en la celebrada Lo que arde (2019), cuyos momentos visuales son potentes pero insuficientes.
En este no hay personajes: hay siluetas polvorientas que deambulan sin otra guía que la obstinación de seguir caminando. El guion es un mapa sin coordenadas. Apenas un puñado de seres arrastrados por la vida, por la edad y por la química sintética, viajando en caravana hacia ninguna parte. Un desfile de inadaptados que bien podrían ser fantasmas o restos de una fiesta que nunca terminó. El viaje, que debería ser interior, se queda en una sucesión de escenas mudas de emoción, donde ni la desesperación ni el amor paternal logran despegar.
Aun así, hay belleza. Es innegable. Porque Laxe es un cineasta que filma como quien reza: sin pedir permiso. Puede que tenga mucho que ver la fotografía de Mauro Harce, capaz de retratar un poema seco, mineral, que convierte cada crepúsculo en una postal sagrada. Y es en ese silencio visual donde uno puede entrever la promesa de una película mejor, una que nunca llega.
Pero la cámara, aunque hermosa, no redime la indiferencia. No basta con empaparse de sol y polvo para tocar el alma. Sirat es, en su fondo, una película cruel, no por lo que muestra, sino por lo que niega. Niega al espectador el consuelo de un sentido, niega a sus personajes la dignidad de ser comprendidos, y niega al propio cine el gesto de amar a los que retrata. Es un cine que observa, pero no abraza. Que quiere ser rito, pero termina siendo penitencia.
Probablemente, en algún rincón del mundo, alguien se deje arrullar por los bajos de las raves y sienta que ha comprendido algo más allá de las palabras. Pero para los muchos Sirat será como cruzar el desierto con la promesa de un oasis que, al llegar, resulta estar pintado en una pared.