Desde la caída del Sistema Monetario Internacional en 1975, hemos vivido ocho crisis mundiales, una cada seis años de media. Es una de las consecuencias de la globalización. Bien podríamos decir que vivimos en crisis permanente con cortos periodos de recuperación.
La Pandemia cayó como un jarro de agua fría cuando se empezaba a ver la luz después del túnel de la crisis financiera de 2008. Las autoridades monetarias pulsando el botón de la impresión de billetes, siguiendo el manual de teoría económica, adoptaron medidas de estímulo entendiendo que el crecimiento del PIB estaba por debajo de su nivel potencial y se necesitaba un revulsivo.
En realidad, fue un problema de percepción del BCE. Con la crisis Covid, los precios bajaron porque disminuyó el consumo debido a las medidas de confinamiento, la demanda no necesitaba más estímulo que la vuelta a la libertad de consumo en condiciones de seguridad para la salud.
El encarecimiento de las materias primas causado por las tensiones en la cadena de suministros y el exceso de oferta monetaria se han ocupado del resto.
En cuanto al crecimiento económico, los datos hacen saltar las alarmas. EEUU ha tenido un trimestre de crecimiento negativo del 0,4% en el primer trimestre de 2022. Más allá de si es consecuencia de la variable ómicron o si se trata de algo más irreversible, la economía siempre tiene un componente especulativo y se mueve según las expectativas y los datos norteamericanos tienen efectos mundiales.
Pero la región más vulnerable es la zona euro. Se ha producido una tormenta perfecta en la que la guerra de Ucrania y las sanciones a Rusia son factores determinantes. Han bloqueado el suministro de gran parte de las necesidades de materias primas satisfechas con importaciones energéticas rusas. La consecuencia es una caída en la producción.
Los dos hechos sumados, política monetaria expansiva y la guerra, solo tienen una consecuencia: estanflación.
Por otra parte, la duración de la guerra es incierta y, aunque las previsiones de organismos, como el Banco Mundial, es que no durará mucho, el análisis de Fondos de Inversión, como BlackRock que mueve un patrimonio equivalente a diez veces el PIB español, vaticinan un prolongamiento que tendrá un efecto exponencial sobre los precios.
En este escenario, la disyuntiva a la que se enfrentan los Bancos Centrales es subir los tipos de interés de manera drástica y controlar la inflación o suavizar las medidas restrictivas para que la actividad económica recupere la inercia perdida desde el 2020.
Una subida importante de los tipos de interés produciría, sin duda, el cierre de numerosas empresas que no soportarían los costes financieros. Ni que decir tiene que, por ejemplo en el caso español, los efectos sobre los intereses dejarían al Estado en una situación de crecimiento de los pagos de deuda pública en varios miles de millones de euros que le obligaría a medias drásticas en lo que se refiere a gasto público y, probablemente subida de impuestos.
Si la opción es la subida moderada de los tipos, se corre el riesgo de que sea insuficiente.
Voces cualificadas, como la del ex presidente de la FED, Bernanke, han predicho estanflación para el 2023 y ha apuntado como un error la política de tapering gestionada por la autoridad monetaria por insuficiente y tardía.
En España, la situación, a pesar de liderar el crecimiento económico de la eurozona con un pírrico 0,1% por encima de Alemania que ha esquivado milagrosamente un crecimiento negativo del PIB, se va a ver aderezada con los procesos de negociación colectiva entre sindicatos y patronal.
Desde 1973 es sabido que el control de la estanflación tiene como condición necesaria para su control la moderación salarial. Otra cuestión es si los sindicatos están en condiciones de volver a hacer un agujero para apretar más el cinturón de los asalariados que han perdido entre el 2008 y 2019 algo más del 6% de capacidad adquisitiva y si el gobierno está dispuesto a un enfrentamiento con los funcionarios controlando la subida salarial.
No hay que olvidar que estamos en un año electoral y que los aires de cambio agobian al ejecutivo. La reticencia a reconocer el riesgo real de estanflación y a tomar medidas para paliarlo son evidentes.
Además, en política, el "efecto Titanic" es una tentación, esto es, que la orquesta siga tocando como si nada ocurriese. Ahora bien, tocar medidas correctas tarde equivale a que sean erróneas y esto vale para los gobiernos y para los Bancos Centrales.