
Poco antes del simposio anual del Banco de la Reserva Federal de Kansas City efectuado el mes pasado en Jackson Hole, Wyoming, el foco de la discusión era si quizá la política monetaria debía volverse más restrictiva para frenar el alza de la inflación en Estados Unidos. Al sugerir que primero se reduciría la compra de activos y que mucho después se aumentarían los tipos de interés, el presidente de la Fed, Jerome Powell, planteó la conversación en términos de cómo dicha política debería volverse más restrictiva.
Si bien la estrategia de la adquisición masiva de bonos y la reducción de los tipos de interés a largo plazo se justifica durante crisis como las de 2008 o en 2020, los argumentos a favor de mantener la expansión cuantitativa (QE según sus siglas en inglés) en tiempos de recuperación distan de ser obvios. Para entender por qué, es útil aclarar tres confusiones sobre la QE.
La primera consiste en creer que es una política monetaria. No lo es. Más bien, no es solo eso. También es una política fiscal. En todos los países del mundo, el banco central pertenece al Tesoro público. Cuando la Reserva Federal de Estados Unidos emite moneda –de hecho, reservas del banco central– para adquirir bonos del Estado, el sector privado simplemente entrega un pasivo gubernamental a cambio de otro.
El segundo error es creer que el Estado (incluidos el Tesoro y el banco central) siempre sale ganando en semejante transacción porque el sector privado se queda con un papel que devenga un tipo de interés más bajo. Pero esto no tiene por qué ser así. Solo los bancos comerciales pueden mantener reservas en el banco central, y el uso al que las pueden destinar es limitado. Para inducir a los bancos comerciales a mantener mayores reservas, los bancos centrales deben pagar intereses sobre ellas, como la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra comenzaron a hacer en respuesta a la crisis financiera global de 2008.
El tercero es que cuando la tasa de interés sobre las reservas del banco central es igual a cero, o inferior a la tasa sobre los bonos del Tesoro, el Gobierno puede gastar lo que quiera, cuando quiera. Este es el principio central de la llamada Teoría Monetaria Moderna (TMM), que es sucinta, elegante y de moda, pero completamente equivocada.
Efectivamente, es posible obtener financiación a través de la emisión de dinero cuando el rendimiento de las reservas en el banco central es más bajo que el de los bonos del Tesoro. Pero a medida que el banco central emite más y más reservas, tiene que pagar más y más intereses sobre esas reservas para garantizar su tenencia por parte de bancos comerciales. Así, tarde o temprano, la brecha entre las tasas de interés se cierra. Si a partir de ese instante el banco central continúa emitiendo moneda, el sector privado empezará a intentar deshacerse de ella, lo que se traducirá en una depreciación de la moneda, en inflación, o en ambas cosas a la vez.
Una vez que aceptamos estos tres postulados, surge la pregunta de los miles de millones de dólares: ¿tiene sentido la QE en Estados Unidos hoy, desde un punto de vista fiscal? La respuesta es no, por al menos dos razones.
A fines de agosto de 2021, la tasa de interés que la Reserva Federal pagaba a los bancos comerciales sobre el balance de sus reservas era el 0,15%. Al mismo tiempo, la tasa de interés de los bonos de corto plazo del Tesoro oscilaba en torno al 0,04%. Es decir, para el contribuyente estadounidense es más barato financiar gastos a través de la emisión de bonos que de la emisión de moneda.
Esto puede parecer paradójico, pero no lo es. El rendimiento de un activo indica hasta qué punto es líquido. Solo los bancos pueden mantener reservas en la Fed; no sirven de garantía, y son objeto de requisitos de capital. En contraste, los bonos del Tesoro los puede comprar cualquier particular, se intercambian en un mercado amplio, y rutinariamente sirven de garantía en otras transacciones comerciales. No sorprende entonces que los inversores consideren que dichos bonos son más líquidos que las reservas y por lo tanto toleren que su rendimiento sea más bajo.
El plazo de la deuda es la otra razón por la cual continuar la QE no tiene sentido desde el punto de vista fiscal. El plazo de los bonos del Tesoro varía, pudiendo llegar a 30 años. Pero las reservas que los bancos mantienen voluntariamente en la Fed tienen un solo plazo: instantáneo, puesto que los bancos comerciales pueden retirarlas cuando así lo deseen. Por lo tanto, cada vez que la Fed emite reservas para adquirir bonos de largo plazo, reduce el plazo promedio de la deuda pública.
Si las tasas de interés de los bonos de largo plazo del Tesoro fueran altas, dicha política tendría sentido. Pero hoy día la tasa del bono del Tesoro a 10 años es sustancialmente menor que la tasa de inflación que la Reserva Federal tiene como meta para ese mismo período. Esto implica que en todo el mundo los inversores en efecto pagan por el privilegio de poner sus fondos en manos del Gobierno estadounidense durante los próximos diez años.
Bajo estas circunstancias, como sostuvo recientemente Larry H. Summers en el diario The Washington Post, la política correcta es extender el plazo de la deuda pública, asegurando los tipos bajos durante el mayor tiempo posible, en lugar de reducirlo, como lo está haciendo la Reserva Federal a través de la QE. En este caso, un Gobierno se asemeja a una familia que busca una hipoteca para adquirir su casa: mientras más bajos sean los tipos de interés, más conviene endeudarse a largo plazo.
La analogía del comprador de una casa también ilustra el otro riesgo que conlleva la deuda de corto plazo: quedar muy expuesto ante posibles alzas de las tasas de interés en el futuro. En Estados Unidos, donde las hipotecas a 30 años con tipos de interés fijos son comunes, un nuevo propietario no tiene que preocuparse acerca de lo que la Reserva Federal hará el próximo año -o en los próximos veinte- con respecto a las tasas de interés. En el Reino Unido, donde las tasas de interés variables son la norma, a los propietarios siempre les preocupa el próximo paso que dará el Banco de Inglaterra.
En el manejo de su deuda, el Gobierno federal de Estados Unidos ha quedado en la misma situación que los propietarios británicos. Si bien las tasas de interés no subirán mañana, ciertamente lo harán algún día, y cuando ello suceda, el costo fiscal de renovar deudas cuantiosas no será trivial.
También es posible imaginar una dinámica financiera problemática: el aumento de la carga de los intereses hace que se emita más deuda, y este incremento de la oferta reduce la prima de liquidez de los bonos recientemente emitidos, con lo cual suben las tasas de interés y se requieren emisiones de bonos cada vez más cuantiosas.
Aún más, también puede surgir una dinámica indeseable en el ámbito político. Cuando las decisiones del banco central inciden en las arcas fiscales, los políticos sienten la tentación de presionar a los funcionarios del banco central para que mantengan bajos los tipos de interés. Los escépticos dirán que este tipo de cosas no ocurre en Estados Unidos. Sin embargo, el expresidente del país no se resistió a ejercer presión sobre la Fed a través de Twitter, lo que, en teoría, no podía suceder en Washington. (Se suponía que tampoco podían llegar a la Casa Blanca personas como Donald Trump).
Estos no son argumentos a favor de una política monetaria más contractiva; la Reserva Federal puede mantener las tasas de interés de corto plazo tan bajas como sea necesario. Tampoco son argumentos a favor de una política fiscal más contractiva; si el gobierno de Biden quiere incurrir en mayores gastos, puede emitir bonos de largo plazo o elevar los impuestos. Emitir moneda para financiar el déficit solía ser la alternativa progresista. Hoy día, no lo es.