
El 27 de octubre de 1922, Benito Mussolini ordenó a los seguidores del Partido Nacional Fascista comenzar la Marcha sobre Roma, que le garantizó el acceso al poder y el inicio de su dictadura totalitaria. La marcha sobre Washington y la invasión del Capitolio orquestada por los seguidores de Donald Trump, aunque jaleados por el presidente, tuvo otras características y otro desenlace, si bien comparten el trasfondo amenazante para la democracia liberal de mano de líderes que no creen en ella ni en sus instituciones.
En ambos casos los principales protagonistas de la tragedia dicen servir al "pueblo" (y a sus intereses), esa mítica y etérea entidad que les es útil en tanto puedan manipularla. El pueblo, como indica la etimología, está en la base del populismo, una serie de propuestas deshilvanadas que valen tanto a izquierda como a derecha y que tan valorado está siendo por ciertos intelectuales y políticos. El mayor riesgo del populismo, en este caso del trumpismo, es su utilización de las instituciones democráticas para acabar con la democracia.
El último intento de Trump de revertir el resultado electoral y permanecer cuatro años más en la Casa Blanca se ha frustrado. Más que un acicate para que los parlamentarios que aún lo apoyaban rechazaran el dictamen del Colegio Electoral, terminó ocurriendo lo contrario. Solo los más recalcitrantes permanecieron a su lado. La mayor evidencia de su fracaso fue el reconocimiento de su derrota, sin mencionar a Biden. Tras la toma del Capitolio su única posibilidad de volver en 2024 pasa por completar su mandato. La aplicación de la enmienda 25, por no hablar de un impeachment que le cerraría las puertas definitivamente, lo convertiría en un cadáver político.Lo ocurrido no responde solo a la naturaleza patológica de Trump sino a la complicidad y al dejar hacer de buena parte del Partido Republicano, de sus dirigentes y seguidores. Fueron escasas las voces que alertaron del riesgo para la democracia, y para el futuro de EEUU, que implicaban las extravagancias trumpistas.
Las imágenes del 6 de enero nos transportaron automáticamente a las "repúblicas bananeras", un concepto aplicado durante mucho tiempo por los políticos de EEUU para aludir al golpismo latinoamericano. Lo ocurrido tiene un cierto aroma al asalto al Congreso de Guatemala en noviembre pasado, o a la "lapidación" del Congreso argentino en diciembre de 2017 para frenar la reforma de las pensiones de Mauricio Macri.
Hasta ahora, el Partido Republicano era el garante de la ley y el orden y el gran valedor de la democracia americana. Si quiere mantenerse fiel a sus esencias deberá cambiar, aunque habrá que ver si está en condiciones de hacerlo. El comportamiento irresponsable de algunos congresistas, como el senador Ted Cruz, que terminará a este paso convirtiendo en un gran demócrata a Fidel Castro, o la desfachatez para inventar excusas de personajes como Rudolph Giuliani, son el lastre que en algún momento deberán soltar, incluso bajo el riesgo de que se rompa el partido.
De no hacerlo, pese al enorme respaldo popular que tuvo Trump en la última elección, sus opciones de recuperar el poder serán limitadas. Como en el Partido Demócrata, en el interior del Republicano conviven varias almas, que hasta ahora coexistían dentro de los límites institucionales. Ni siquiera el Tea Party había traspasado la cantidad de líneas rojas que cruzaron Trump y los suyos. El apoyo al supremacismo blanco (los Proud Boys y otros), a las teorías conspirativas (con movimientos como el QAnon) y la propuesta de construir un muro en la frontera con México muestran su apuesta por la extrema derecha, el racismo y la xenofobia.
De lo que no cabe ninguna duda es que la ofrenda de Trump al pueblo americano el Día de Reyes es un regalo envenenado. La invasión del Capitolio ha dañado seriamente la imagen de Estados Unidos y de su democracia. Incluso algunos de los líderes totalitarios del mundo, como Vladimir Putin, Xi Jinping o Nicolás Maduro, deben haber brindado con champán esa noche.
El gran reto de Joe Biden a partir del 20 de enero será restañar las heridas de la crispación y la polarización. Para ello deberá recuperar las mejores, tradiciones de la democracia jeffersoniana, como el diálogo bipartidista, poniendo el interés general y nacional sobre los intereses partidarios y particulares. Pero los problemas y el apoyo a la violencia no comenzaron con Trump, vienen de antes. Sin embargo, es el momento de remediar tamaño desaguisado. De no hacerlo, estará en juego el futuro de EEUU y de las democracias occidentales.