
Los jóvenes o, mejor dicho, una parte creciente de los mismos, no están interesados en la política ni en los asuntos públicos. Ello se traduce una participación electoral menor que en otros segmentos de edad, lo que, a su vez, tiene importantes consecuencias políticas y económicas
Este fenómeno no es nuevo y no es exclusivamente español. En la mayoría de los países de la OCDE se ha producido un descenso de la participación electoral en los últimos 30 años. Una parte de este descenso se explica por un creciente absentismo de los más jóvenes, cuya participación en procesos electorales es más de veinte puntos inferior a la participación del total de la población; además, uno de cada cuatro jóvenes en la OCDE carece de interés por los asuntos públicos. España presenta estas mismas características, pero algo más agravadas.
El desinterés de la población más joven en los asuntos públicos tiene su origen en que una parte de la población menor de veinticinco años considera que las cuestiones que se dilucidan en los debates públicos no les afectan o que ellos no pueden ejercer ningún tipo de influencia sobre los mismos. Ante esta situación, tratar de cambiar las cosas es perder el tiempo. En otras palabras, los más jóvenes se sienten excluidos del tejido social y, ante esta sensación de exclusión, se marginan del proceso de toma de decisiones u optan por opciones políticas no tradicionales.
Edad y participación electoral
La participación electoral por grupos de edad está directamente relacionada con la percepción que cada grupo tiene sobre la importancia que las decisiones públicas tienen para su economía y su bienestar. Las personas mayores de sesenta y cinco años dependen, en su gran mayoría, de las pensiones públicas como fuente de principal de renta, y de los servicios públicos, especialmente los sanitarios, para tener una buena calidad de vida. En esa etapa de su vida poco pueden hacer para mejorar sus ingresos, por lo que están altamente preocupados por quién gobierna y cuáles son sus propuestas en materia de pensiones y servicios públicos.
Consecuentemente, es el grupo de población cuya participación es más alta, y vota, además, a los partidos tradicionales que les han garantizado en las últimas décadas el mantenimiento del estado de bienestar.
La población de edad intermedia, entre 30 y 65 años, constituye el núcleo de la población activa laboral; en este segmento de edad se encuentran las familias con hijos dependientes. La mayor parte de estos ciudadanos son, simultáneamente, contribuyentes y usuarios de servicios públicos. Están preocupados por lo que aportan (impuestos directos e indirectos y cotizaciones sociales), por lo que reciben de las Administraciones (educación para sus hijos, sanidad, transporte), y por la marcha de la economía, ya que ello puede afectar a su principal fuente de renta (su empleo o su pequeño negocio). Participan activamente en el proceso electoral, pero algo menos que los mayores de 65 años.
Por último, los menores de 30 años (o incluso de 35 o más) son los que perciben menores rentas, por lo que pagan menos impuestos, no suelen tener cargas familiares y usan menos que otros grupos los servicios públicos (salvo la educación superior). Por lo tanto, muchas de las cuestiones del debate público les son ajenas y, además, no ven que el debate actual se centre en las cuestiones que más les interesan (vivienda, estabilidad en el empleo, desarrollo profesional, etc).
En España, la edad determina en buena medida el nivel de aseguramiento de la renta y, por lo tanto, la posibilidad de hacer planes a futuro. Las personas jubiladas tienen asegurados sus ingresos. Las pensiones podrán ser más altas o más bajas, pero lo que sí son es seguras. Con relación al resto de grupos de edad, los pensionistas han visto cómo sus retribuciones han quedado al abrigo de las crisis económicas, ya que todos los Gobiernos son conscientes de que los pensionistas tienen un peso político elevado. Votan más que el resto de la población y lo hacen siendo conscientes de que sus rentas dependen del sector público. Como sociedad se entiende que la protección de las personas mayores es una obligación moral pues éstas ya entregaron todo su esfuerzo y ahora ya no tienen posibilidad de acceder a otras fuentes de renta.
El grupo de edad intermedia también tiene en parte sus rentas protegidas, si bien en menor medida que los pensionistas. El porcentaje de trabajadores con contrato fijo en este segmento de edad es mucho mayor que entre los menores de 30 años, y, por tanto, son los últimos en ser despedidos en caso de recesión. La estabilidad en el empleo de este tipo de contratos les permite acceder a hipotecas y formar familias. Socialmente se entiende también que deba existir cierta protección a este grupo de edad responsable de las unidades familiares y que aporta la mayor parte de los ingresos del sector público. Esta protección aumenta con la edad, si se permanece en el mismo puesto de trabajo.
Precariedad laboral
Por último, los más jóvenes y con menos cargas familiares concentran los empleos más inseguros y peor remunerados. Se supone que esta situación es temporal, hasta que los jóvenes adquieren la experiencia y conocimientos necesarios para acceder a un empleo estable. En caso de contracción de la economía, son estos jóvenes los que pierden su empleo, pero a su vez son la parte de la sociedad menos vulnerable y con menores cargas sociales.
Esto que acabo de describir es el contrato social intergeneracional que ha dominado la sociedad española en los últimos 40 años. Este contrato ha mantenido estable el sistema político bipartidista fundado en la transición y ha permitido el proceso de integración de la economía española en la economía europea y un cierto grado de modernización y convergencia las estructuras productivas.
Pero el contrato se ha roto. Y se ha debido a múltiples causas. La primera es que la población envejece. Los mayores de 65 años cada vez son más y demandan más recursos. Los ciudadanos de edad intermedia cada vez tienen que aportar más recursos por el envejecimiento de la población y reciben menos. Además, la necesidad de competir en una economía global y los cambios tecnológicos están reduciendo la seguridad en el empleo.
Por su parte, los jóvenes cada vez tardan más en entrar en el grupo de adultos. Es muy frecuente encontrar jóvenes que hace tiempo que pasaron de los treinta años que nunca han tenido un contrato estable. Esto redunda negativamente en su productividad y en su formación, pero sobre todo elimina la posibilidad de hacer planes de futuro: formar una familia, comprar una vivienda, apostar por una formación en un sector… esta situación se ha visto agravada por las dos últimas y muy seguidas y profundas crisis económicas que están retrasando aún más la incorporación de los jóvenes a la sociedad.
El resultado es una caída de la natalidad. Los más jóvenes tardan cada vez más en formar familias y los segmentos de población intermedia deben sostener a un creciente número de mayores y jóvenes sin empleo. Esto profundiza en el envejecimiento de la población, y se entra así en un círculo vicioso que sólo se atempera con la llegada de inmigrantes.
Así las cosas, quizás haya llegado el momento de reformular el contrato intergeneracional. Pero para ello es preciso amplias miras, generosidad por parte de todos y acuerdos pensando en el futuro del país. Si no lo hacemos, la participación de los jóvenes en el sistema político seguirá bajando, o ellos optando por posiciones políticas cada vez más lejanas del acuerdo constitucional.
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