Opinión
02/01/2017, 22:04
Mon, 02 Jan 2017 22:04:55 +0100
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Es fundamental la observación del retraso que la economía española había tenido respecto a la Revolución Industrial. Siempre hay que citar el asombro maravillado de Flórez Estrada contemplando, en su exilio en Inglaterra, cómo en el río Clyde, todo un amplio conjunto de realidades industriales desconocidas entonces en España, se presentaban ante él. La consecuencia fue el intento de lograr esa nueva realidad a través de una combinación de protección arancelaria. En vanguardia se situó la opinión empresarial de Cataluña que, tras las presiones de Fomento del Trabajo Nacional, acabó por triunfar con la Ley Arancelaria de Cambó en 1922, con disposiciones corporativistas impulsadas sobre todo por Maura desde 1907, y con la convicción de que esta industrialización era necesaria para disponer de medios defensivos que permitiesen mantener la independencia política generada por una neutralidad en el concierto internacional. La culminación en este sentido tuvo que ser la aparición de empresas estatales industriales, en la línea, por ejemplo, de lo que tenía entonces lugar en Alemania con la Herman Göring Werke. Fue el modelo, en polémica con Larraz, quien pretendía seguir el modelo bancario del IRI italiano, pero se decidió con la creación del Instituto Nacional de Industria, fundamentalmente de acuerdo con Suanzes, a más de complementos intervencionistas importantes para la industria privada, aparte del enlace de déficit del sector público-político crediticio encabezada por el Banco de España y sostenida por una Banca privada encajada en la Ley de Ordenación Bancaria Cambó de 1921, heredera de la crisis del Banco de Barcelona, como probaron trabajos de los profesores Juan Muñoz y García Delgado.