Especialista en gestión empresarial y modelos de negocio y socio director de ONTIER Norte

Estamos acostumbrados a valorar como muy importantes a las personas más ocupadas, que no tienen vida ni tiempo para nada. Obtener un minuto en su agenda es un gran regalo del destino, que debemos valorar como una especie de distinción divina.

Empiezas a despachar con cualquiera de tus colaboradores y enseguida te metes en harina. Revisas cómo van los datos, el cumplimiento de objetivos, la captación de clientes, las ventas o lo que sea. Rápidamente vas dibujando el retrato de la persona que tienes delante. Los trazos vienen definidos por su nivel de cumplimiento, sus previsiones y su forma de expresar el compromiso con la empresa y con su jefe (tú). Pero no debemos olvidar que para que el cuadro tenga alma debe reflejar también las emociones del retratado.

He oído muchas veces protestar a altos ejecutivos de empresas o importantes empresarios por la "promiscuidad" laboral de sus mejores directivos. Es cierto que es muy triste estar formando a las personas, invirtiendo en su desarrollo y en que acumulen experiencia para que, cuando llega el momento de recoger los frutos, se vayan a la competencia con todo lo aprendido. La descapitalización de la empresa cuando pierde talento es enorme y, en muchas ocasiones, se le da poca importancia y ni siquiera se analizan las razones. La salida de personas en las empresas ha ocurrido siempre y seguirá ocurriendo, pero debemos trabajar para evitar que se vayan los mejores.

Cada vez es más frecuente ver cómo los despachos de abogados se estructuran internamente como empresas de servicios. Cómo perciben la importancia de poner al cliente en el centro de su estrategia y organizarse para que estén más vinculados y sean más transaccionales. O por lo menos, lo intentan.

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