
La Unión Europea se encuentra en un momento crítico de redefinición estratégica. En un escenario global dominado por la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China, Europa se ve presionada desde ambos lados: por un lado, su tradicional socio transatlántico exige una alineación más firme frente a Pekín, mientras le aprieta las tuercas económicas; por otro, China se afianza como potencia comercial y tecnológica, aumentando sus exportaciones hacia el mercado europeo mientras mantiene barreras significativas que obstaculizan el acceso de empresas europeas a su propio mercado. Esta dinámica coloca a la UE ante una encrucijada geopolítica y económica que exige respuestas coordinadas y decisiones valientes.
Estados Unidos, bajo administraciones tanto demócratas como republicanas, ha intensificado su competencia estratégica con China. Washington busca contener la expansión tecnológica y militar de Pekín, y en ese contexto, espera que sus aliados -incluida la UE- se alineen más estrechamente con su enfoque. Esto se traduce en presiones para limitar la cooperación tecnológica con empresas chinas (como Huawei o TikTok), controlar las exportaciones de equipos avanzados (como semiconductores) y reducir la dependencia de bienes estratégicos fabricados en China. La administración Biden intentó en su día reconstruir alianzas con Europa en torno a valores comunes como la democracia y los derechos humanos. Sin embargo, también impuso medidas proteccionistas que afectan a las exportaciones europeas, como la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés), que ofrecía generosos subsidios a la industria estadounidense verde, excluyendo (parcialmente) a productos europeos. Esto provocó malestar en Bruselas y fue interpretado como un movimiento que distorsiona la competencia y fuerza a Europa a reaccionar con sus propias políticas industriales.
Mientras tanto, China ha ido reforzando su papel como principal socio comercial de la UE. En 2025, el gigante asiático volvió a ser el mayor exportador hacia Europa, impulsado por una agresiva estrategia de sobreproducción en sectores clave como automóviles eléctricos, paneles solares, baterías y productos electrónicos. Estos bienes llegan a precios muy competitivos, a veces gracias a subsidios estatales, generando desequilibrios en el mercado europeo y una creciente preocupación entre los fabricantes locales. Un caso paradigmático es el del sector del automóvil. Líderes chinos como BYD, NIO y SAIC han aumentado exponencialmente sus exportaciones de coches eléctricos a Europa, mientras que los fabricantes europeos -en especial los alemanes como Volkswagen, BMW o Mercedes-Benz- enfrentan serias dificultades para competir en el mercado chino. Allí, las cuotas de mercado de las marcas europeas se han erosionado frente a competidores locales que combinan tecnología avanzada, precios más bajos y un entorno regulatorio favorable. La Asociación Europea de Fabricantes de Automóviles (EAMA, por sus siglas en inglés) ha advertido que esta tendencia podría afectar gravemente al corazón industrial del continente.
Además, empresas europeas en sectores como la energía, la tecnología médica o los servicios digitales encuentran crecientes obstáculos para operar en China. A pesar de años de diálogo y promesas de "reciprocidad", muchos sectores clave siguen cerrados o fuertemente regulados, lo que perpetúa un desequilibrio comercial estructural. Está por ver si las negociaciones en curso logran cambiar de alguna forma esta situación. Ante esta doble presión, la respuesta de la UE ha sido ambivalente. Por un lado, Bruselas ha adoptado un enfoque más crítico hacia China, describiéndola como un "rival sistémico", y ha lanzado investigaciones sobre prácticas comerciales desleales. En 2024, por ejemplo, la Comisión Europea abrió una investigación sobre los subsidios a fabricantes de vehículos eléctricos chinos y estudia la posibilidad de imponer aranceles compensatorios. También se están revisando normas de seguridad nacional y adquisiciones extranjeras para evitar que activos estratégicos caigan bajo control chino.
Sin embargo, la capacidad de acción de Europa está limitada por su fragmentación interna y su dependencia económica. Alemania, en particular, mantiene una fuerte exposición al mercado chino, y sectores industriales clave temen represalias si la UE adopta medidas demasiado contundentes. A su vez, la falta de una política industrial europea coherente limita la posibilidad de competir en igualdad de condiciones frente a los gigantes estadounidense y chino. La solución de fondo que propone Bruselas es avanzar hacia una "autonomía estratégica abierta": ser menos dependiente de terceros en áreas clave -como energía, tecnología, defensa y materias primas críticas- sin renunciar al comercio global. Sin embargo, este camino requiere inversiones masivas, coordinación entre los Estados miembros y una visión común a largo plazo, todos elementos recogidos en el Plan Draghi, pero que a la vez todos son difíciles de conseguir.
La creación de mecanismos como la Plataforma de Tecnologías Estratégicas para Europa (STEP) y la revisión de las reglas de competencia para permitir más ayudas estatales son pasos en esa dirección. Aun así, queda mucho por hacer para garantizar que Europa no quede atrapada entre la lógica de bloques y pueda defender sus intereses con voz propia. La UE ya no puede seguir navegando con ambigüedad en medio de la rivalidad entre Washington y Pekín. La presión comercial de China, combinada con la expectativa geopolítica de y un nuevo 'acuerdo económico' con EEUU, obliga a Europa a definir una estrategia más firme y unificada. La disyuntiva no es elegir entre una potencia u otra, sino construir una Europa más resiliente, capaz de actuar por sí misma sin sacrificar sus valores ni su prosperidad económica. La encrucijada es clara; lo que falta es voluntad política para avanzar con decisión.