
Desde el surgimiento del Covid-19 como una amenaza global, quedó claro que iba a poner a prueba las capacidades de respuesta, resiliencia y solidez de las sociedades del mundo. Pasado casi un año, es el momento de evaluar quién aprobó y quién suspendió el examen.
Desde el punto de vista de la salud pública, la respuesta es clara: Asia-Pacífico, incluidas Australia y Nueva Zelanda, lo aprobó con honores. En cuanto al resto, Europa respondió de manera desigual; Estados Unidos se ve muy en aprietos, así como también la mayoría de los países en desarrollo.
Sin lugar a dudas, la suerte jugó parte importante en el desigual comportamiento de Europa. La primera oleada golpeó a Italia y España con dureza, ya que el entonces desconocido coronavirus llegó sin previo aviso hasta que se manifestó con toda su fuerza. En contraste, Alemania y Polonia lo vieron venir y tomaron a tiempo medidas adecuadas.
Pero si bien los Gobiernos pueden atribuir a la mala suerte las desiguales cifras de fallecidos en la primera oleada, no pueden alegar ese argumento en la segunda. Las autoridades no pueden encogerse de hombros ante la propagación, aún vigente pese a las primeras campañas de vacunación, de la pandemia en Estados Unidos o su reaparición en Europa.
Dos dilemas predominan en los debates sobre las medidas de respuesta. El primero, difícil de evitar, gira en torno al control de la enfermedad y los derechos individuales. El seguimiento de contactos y el aislamiento obligatorio son eficaces en el combate contra el virus, pero infringen las libertades civiles. Claramente, China ocupa un lugar destacado por su desprecio a la libertad individual, pero a las sociedades occidentales también les resultaría complejo aceptar las medidas de seguimiento intrusivo adoptadas en Corea del Sur o Singapur. Nos guste o no, hay un precio que pagar por la libertad y la privacidad que disfrutamos.
El segundo dilema no oscila entre salvar vidas y salvar la economía. En lugar de eso, implica optar por ser estrictos hoy o vernos obligados a ser más estrictos mañana. Las sociedades europeas adoptaron severas medidas de confinamiento en la primavera y casi todas pusieron fin al distanciamiento social en el verano. Para octubre, la única opción que les quedaba era volver a tomar medidas restrictivas. Australia adoptó una estrategia distinta y aumentó poco a poco la rigurosidad de sus medidas de contención de la enfermedad a lo largo del invierno meridional, con lo que pudo relejar estos controles justo cuando los europeos los tuvieron que endurecer.
En una columna de opinión reciente, los economistas franceses Philippe Aghion y Patrick Artus arremetieron contra el enfoque paulatino de los países europeos y argumentaron que habría resultado mejor si hubieran mantenido suficientes medidas de confinamiento a lo largo del verano. De hecho, a pesar de ser mucho menos estricto que el primero, el segundo confinamiento está golpeando a empresas y hogares ya debilitados, oscureciendo con ello el horizonte económico. En retrospectiva, Europa lo podría hacer evitado si hubiera mantenido cerrados bares y gimnasios este verano.
Pero lo importante es que las sociedades europeas occidentales, sea por principios o por inconsistencia, optaron por una opción y Asia-Pacífico adoptó otra diferente. Y por segunda vez en algo menos de una década (el otro momento fue la crisis financiera global), Occidente está atrapado en un torbellino mientras que Asia sigue navegando.
Hay un contraste interesante entre ambos lados del Atlántico con respecto a la respuesta económica. El enfoque estadounidense bajo el presidente Donald Trump ha sido dejar que las empresas despidan personal (posiblemente con la promesa de volver a contratar) y, al mismo tiempo, diseñar un enorme apoyo fiscal mediante recortes tributarios y subsidios de desempleo adicionales. En lugar de ello, los Estados europeos han recurrido a expedientes de empleo financiados por el Gobierno que conservan el salario y el estatus del empleado, al tiempo que (fuera del Reino Unido, al menos) prestan menos apoyo fiscal directo. Como resultado, el Fondo Monetario Internacional calcula que el déficit fiscal estadounidense de 2020 llegará a un máximo histórico de posguerra de un 19% del PIB, casi el doble del promedio de la eurozona.
Por consiguiente y en su conjunto, Estados Unidos bajo Trump primó la economía, optando por menos protección de la salud pública y más apoyo fiscal en vez de de implementar salvaguardas para los trabajadores. Los países europeos han puesto la prioridad en la salud pública y la protección social, confiando en medidas de confinamiento estrictas al principio y un apoyo fiscal abierto para conservar las relaciones de empleo, con poco estímulo presupuestario adicional.
Inevitablemente, la caída del PIB en Europa esta primavera fue mucho más acusada que en EEUU (con la excepción de Alemania, donde el confinamiento había sido menos estricto). Pero el aumento del desempleo europeo fue mucho menor. Jason Furman de la Universidad de Harvard estima que lo que llama la tasa realista de desempleo estadounidense saltó de un 3,6% antes de la crisis a un 20% en abril. En contraste, en Europa hasta una cuarta parte de la fuerza de trabajo se vio paralizada, pero solamente los trabajadores temporales o informales, así como los que acaban de entrar en el mercado laboral, cayeron en el desempleo. Para la vasta mayoría, la red de seguridad social funcionó mucho mejor que en Estados Unidos.
Cabe notar que la producción europea se reanudó con fuerza una vez los gobiernos levantaron los confinamientos, a pesar del apoyo fiscal relativamente menos generoso. El PIB del tercer trimestre en Alemania y Francia fue cercano al 95% de los niveles pre-crisis, exactamente igual que en Estados Unidos (fue menor en España, en gran parte debido al colapso del turismo). Cualquier cicatriz que hayan sufrido estas economías en el periodo de confinamiento no las afectó en su resiliencia.
Hasta ahora, Europa no parece estar pagando un precio por su decisión de priorizar la salud sobre la economía. Y Estados Unidos aparentemente no se beneficia de su estímulo fiscal relativamente mayor, ya que los consumidores reaccionaron a una incertidumbre sin precedentes ahorrando dinero de una manera desmesurada. Entre enero y abril de 2020, la tasa de ahorro inyectados a la economía ayudaron a los pobres, sí, pero en su conjunto acabaron aumentando los depósitos bancarios más que estimulando el consumo y la producción.
Ciertamente, el jurado todavía está pendiente de los resultados del segundo confinamiento europeo. Pero en medio de la bruma de la guerra contra la pandemia, una cosa ya está clara: si bien Europa puede ponderar si acertó o no al no imitar la manera de reaccionar de Australia a la pandemia, no tiene razón alguna para lamentar su rechazo a la desacertada estrategia estadounidense.