
Tras doce años de kirchnerismo, en 2015 la economía argentina se encontraba en una situación cercana a la bancarrota. Durante los mandatos de los Kirchner, el gasto público se había incrementado en 19 puntos de PIB. Los impuestos, que en 2002 representaban en 22 por ciento del PIB, subieron hasta el 35 por ciento en 2015. Ese mismo año, el déficit público alcanzó el 6 por ciento del PIB: insostenible. Y la inflación estaba desbocada, hasta tal punto que ninguna institución internacional se atrevía a publicar la cifra y, además, las publicaciones oficiales estaban manipuladas.
En ese contexto, la victoria electoral de Macri en 2015 fue un soplo de esperanza. Con sólida formación, proveniente del mundo empresarial y con un programa basado en la ortodoxia económica, fue bien recibido por el mundo económico dentro y fuera de Argentina. Su discurso de integración de la economía argentina en la global, y sus primeras medidas para reconocer el valor real del peso y para que los precios internos fueran realistas recibieron el aplauso generalizado de las principales instituciones económicas mundiales. Entonces, ¿qué ocurrió?, ¿por qué Argentina ha tenido que pedir apoyo al FMI y se encuentra hoy, de nuevo, al borde de la quiebra?, ¿qué ha fallado para que, en cuatro años, haya una gran posibilidad de que el Kirchnerismo vuelva a gobernar?
Bajar impuestos sin reducir el gasto provocó que el déficit público se disparara
La respuesta a estas preguntas hay que buscarla en cómo afrontó el gobierno de Macri la situación fiscal. Como se ha descrito, en los doce años anteriores a la llegada de Macri al poder el gasto público y los impuestos casi se doblaron en Argentina. Creciendo más deprisa los gastos que los ingresos, se creó un inmenso déficit. Al estar cerrado el acceso del país a los mercados de deuda, una parte del déficit se financiaba con emisión de moneda, lo que generaba un proceso de inflación. En consecuencia, con el historial de devaluaciones depauperantes para las clases medias, la población corrió a refugiarse en el dólar, lo que devaluó más el peso y aceleró todavía más el crecimiento de los precios.
En este contexto, al llegar Macri a la Casa Rosada se hacía imperativa una reducción contundente del déficit público, que convenciera a los inversores internos y externos de la sostenibilidad de las finanzas públicas argentinas, y de esta forma permitiera normalizar la financiación. En este aspecto, la necesidad de reducir el déficit era similar a la que se encontró el Gobierno de Rajoy a finales de 2011.
Ante una crisis fiscal no valen paños calientes; se debe actuar con rapidez y decisión
Pero al contrario de lo que se hizo en España, Macri decidió que la reducción del déficit público tenía que ser paulatina y mediante consenso con la oposición peronista. Posiblemente, tenía sus razones: la historia de Argentina demuestra que ningún Gobierno ha sobrevivido a la oposición de los sindicatos peronistas. Y las medidas liberalizadoras de precios, ya provocaban suficientes conflictos. Sea por la razón que sea, durante los dos primeros años de Macri apenas se modificó el gasto público, que permaneció por encima del 41 por ciento del PIB. De hecho, incluso se redujeron algunos impuestos, como el que gravaba las exportaciones, medida que, aunque era necesaria para incentivar la actividad, debió acompañarse de medidas compensatorias para evitar la caída de ingresos.
El resultado de esta política fue el previsible. El déficit público siguió aumentando hasta el 6,7 por ciento del PIB en 2017 y la inflación no dejó de crecer, ante la necesidad de financiar el creciente déficit público y ante el aumento de la desconfianza sobre la solvencia de la moneda argentina. Tras malgastar sus dos primeros años de mandato, solo en 2018, y bajo la presión del FMI, que ya había advertido de la im-portancia de reducir el déficit, Macri tomó medidas contundentes de reducción del gasto y realizó una reforma fiscal demasiado ambigua, en la que combinó la subida de ciertos impuestos con la bajada de otros. Ya era tarde. La inflación estaba desbocada y la credibilidad en las finanzas públicas quebrada.
El retraso en el ajuste fiscal, al final, llevó a Macri a tener que acudir al FMI en busca de un préstamo para financiar el déficit, y a acometer un duro ajuste fiscal, que hubiera sido mucho menos costoso de haberse realizado al comienzo de su mandato. El resultado de todo ello es un riesgo elevado de perder las elecciones y, para Argentina, la posible vuelta al desastre económico.
La comparación con el caso español es inevitable. En los primeros meses del Gobierno Rajoy, y a pesar de la recesión económica, se aprobó un presupuesto que redujo el gasto público estructural en 3 puntos de PIB en un solo año y, además, contra natura y con un altísimo coste político, se elevaron los impuestos, incrementando la presión fiscal en un punto de PIB. El déficit comenzó así a reducirse y la contundencia de las medidas permitió ganar, poco a poco, la credibilidad necesaria. Incluso la tan criticada subida de tributos fue necesaria para dar una señal clara de hasta dónde se estaba dispuesto a llegar para hacer sostenibles las cuentas. Solo cuando la recuperación ya estaba consolidada se revirtió la subida de impuestos y se permitieron algunas alegrías (pocas) en el lado del gasto.
La lección que se obtiene es clara. Ante una crisis fiscal no valen paños calientes. Se debe actuar desde el principio con decisión y utilizando todo el capital político disponible. Hay que señalizar a los acreedores que el objetivo prioritario es devolver la deuda, aunque ello implique un coste político alto. Solo así se puede ir recuperando la credibilidad perdida, credibilidad que es muy fácil de perder, pero que cuesta mucho recuperar. Haciendo lo necesario en una crisis presupuestaria, los gobiernos tienen alguna posibilidad de ser reelegidos, aunque sufran un lógico desgaste. Si no hacen lo necesario tienen garantizado el fracaso.