Opinión

Gasóleo y seguridad energética: un debate pendiente

  • La transición energética es un objetivo compartido, pero también un desafío progresivo
  • La electrificación de la economía es uno de los grandes pilares de la transición energética
  • El gasóleo sigue siendo clave en sectores donde la electrificación aún no cuenta con alternativas tecnológicas viables o escalables
Persona echando gasolina a su automóvil
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En el debate sobre la transición energética se ha instalado una narrativa cada vez másdicotómica, similar a la que vivimos en política, donde, pese a los enormes desafíos que enfrentamos como país, es imposible encontrar un camino de consenso. Por un lado, existe el impulso necesario hacia fuentes renovables y tecnologías limpias, y por otro, la demonización que sufren los combustibles convencionales, en particular el gasóleo. Esta visión simplificada no solo distorsiona la complejidad del proceso y su análisis, sino que pone en riesgo la viabilidad técnica, económica y social de las soluciones que se plantean.

Lejos de ser un freno, el gasóleo sigue jugando un papel estratégico como fuente de energía y como garantía de servicio. La transición energética es un objetivo compartido, pero también un desafío progresivo. No se trata de sustituir de forma inmediata todo lo anterior, sino de construir un sistema equilibrado que garantice seguridad de suministro en paralelo al despliegue de infraestructuras y a la evolución y consolidación de las nuevas tecnologías. A finales de julio, el Congreso de los Diputados rechazó un paquete de medidas orientado a reforzar la seguridad energética, con actuaciones centradas en el almacenamiento y la eficiencia. Aunque representaban un paso en la dirección adecuada, sorprendía que no se contemplará en ellas el refuerzo de los sistemas de respaldo, un componente esencial para sostener la estabilidad del sistema durante situaciones críticas o de transición. La electrificación de la economía es uno de los grandes pilares de la transición energética. Sin embargo, aún presenta retos significativos: desde la intermitencia inherente de las fuentes renovables, hasta la limitada capacidad de almacenamiento y la necesidad de una red digitalizada y resiliente que garantice un flujo constante. En este escenario, fuentes de energía como el gasóleo siguen siendo imprescindibles para cubrir picos de demanda, responder a emergencias o abastecer zonas sin conexión directa a la red.

El apagón ocurrido en la Península Ibérica hace unos meses puso de manifiesto esta necesidad. Infraestructuras críticas como hospitales, centros logísticos o estaciones de servicio mantuvieron así su operatividad gracias a generadores de respaldo alimentados por gasóleo. No fue una opción secundaria, sino la única tecnología capaz de responder de forma inmediata ante la interrupción del suministro eléctrico. Además, el gasóleo sigue siendo clave en sectores donde la electrificación aún no cuenta con alternativas tecnológicas viables o escalables. El transporte pesado por carretera, la maquinaria agrícola, la industria extractiva o los servicios de emergencia requieren niveles de autonomía y disponibilidad que hoy por hoy solo pueden garantizar los combustibles. En este contexto, prescindir del gasóleo de forma anticipada y sin planificación pone en riesgo no solo la continuidad del suministro, sino también la cohesión territorial y la competitividad de sectores estratégicos. Aunque las medidas que había aprobado el Consejo de Ministros suponían un avance en materia de eficiencia y modernización de la red, resulta preocupante que no se contemplará el refuerzo de sistemas de respaldo, fundamentales para garantizar la seguridad energética. Esta debería construirse sobre una base operativa robusta y realista, que incluya soluciones de transición capaces de responder a cualquier contingencia.

Frente al enfoque ideológico que tiende a imponerse en determinados ámbitos, algunos países europeos han optado por una transición energética pragmática. Alemania, por ejemplo, ha reforzado sus reservas estratégicas de combustibles y mantiene operativas sus infraestructuras térmicas como salvaguarda ante tensiones del mercado energético. Francia, por su parte, ha desarrollado un modelo híbrido donde conviven las renovables con fuentes convencionales de respaldo, conscientes de que la estabilidad del sistema es una condición previa para avanzar hacia modelos más limpios. La Comisión Europea, en sus propias directrices, reconoce la necesidad de mantener la flexibilidad tecnológica durante la transición. El Reglamento sobre la seguridad del suministro energético permite a los Estados miembros activar mecanismos de respaldo, incluido el uso de combustibles fósiles, en situaciones de emergencia, desabastecimiento o crisis geopolítica. Resulta paradójico que mientras Europa apuesta por una transición con criterios de seguridad, eficiencia y gradualidad, en algunos contextos nacionales se haya instalado un discurso que equipara planificación con inmovilismo, y respaldo tecnológico con negacionismo ambiental. Esta visión, además de simplista, es contraproducente. Desacoplar la transición energética de la realidad operativa del sistema conduce a escenarios de riesgo. No se trata de frenar la transformación, sino de dotarla de coherencia, estabilidad y legitimidad. Y para ello es imprescindible asumir que la transición no puede construirse sobre vacíos: necesita cimientos técnicos, certezas logísticas y respaldo normativo.

Es esencial, por tanto, abordar el papel del gasóleo desde una perspectiva técnica y estratégica, alejada de posiciones simplistas. No se trata de defender inercias, sino de reconocer realidades, ya que mientras la infraestructura renovable no garantice una cobertura total y estable de la demanda, los combustibles seguirán siendo una herramienta necesaria para asegurar el funcionamiento del sistema. En este sentido, el diseño de las políticas públicas debe tener en cuenta no solo los objetivos climáticos, sino también la capacidad real de implementación, los tiempos de adaptación del tejido productivo y la protección de los usuarios más vulnerables. La energía es, ante todo, un servicio esencial. Tratarla como una cuestión meramente simbólica o identitaria implica ignorar su dimensión económica, territorial y social. La transición energética necesita ser eficaz, pero también sensata.

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