Este 2022 que termina es el año del regreso de muchas cosas, como una guerra convencional en Europa, la amenaza nuclear, crisis energética y, también, como no, inflación Para compensar, en buena parte del mundo, aunque no en China, la pandemia parece ir quedando atrás, junto con las mayores restricciones a la libertad que hayamos conocido en esta generación. Este año que concluye probablemente no haya sido un buen año, tampoco en términos económicos, pero algunos de los problemas ya venían de atrás.
Indudablemente, este 2022 es el año en que el futuro nos alcanzó, mucho antes de lo previsto. En 2020 la humanidad se enfrentó a la peor pandemia en más de un siglo por lo menos. Esto no solo tuvo devastadoras consecuencias en forma de pérdida de vidas humanas y de gasto sanitario, sino que también obligó a cerrar la economía. Cuando echamos la vista atrás, a muchos nos sorprende que el daño económico no haya sido mayor, que sea posible congelar la economía y descongelarla después.
Una parte de la explicación es que parte del coste se trasladó al sector público y al futuro. No había más remedio, los costes solo se pueden trasladar a quienes tienen capacidad económica para soportarlos, y en una situación límite, solo pueden hacerlo los propios Estados.
La parte más visible de este coste es que se disparó la deuda pública en prácticamente todos los países del mundo. España no fue una excepción, y pasamos de un endeudamiento público del 98,2% del PIB al terminar 2019 a más de 120% un año después. Sin embargo, la política monetaria ultra expansiva del BCE, similar a la de casi todos los bancos centrales, permitió que en 2021 pagásemos menos intereses que en 2019 y 2020. Parecía como si el brutal coste económico de la pandemia hubiese desaparecido. Sin embargo, como advertimos en elEconomista, llega un día en que la cantidad de dinero emitida por los bancos centrales se convierte en demanda efectiva a la que la oferta no puede satisfacer, con lo que aparece la temida inflación. El futuro, el día en que íbamos a empezar a pagar el coste de la pandemia, llegó en 2022, mucho antes de lo previsto.
El pasado 2021 ya hubo inflación, pero el aumento de los precios fue a más en este 2022. Para intentar controlar la inflación, hemos visto cómo en la segunda mitad del año, el BCE, a remolque de casi todos los demás bancos centrales, tenía que subir los tipos de interés. Las familias y las empresas están viendo cómo aumentan los costes de sus préstamos, especialmente las hipotecas a tipo variable. Además, la inflación, que comenzó en los productos energéticos, se ha ido generalizando. Al Estado, de momento, apenas le ha llegado el aumento del coste financiero, porque la duración media de la deuda es de más ocho años. Esto significa, que, de media, los títulos emitidos por el Estado tienen este plazo de vencimiento. Pero, no nos engañemos, el aumento de coste para el Estado será inexorable en los próximos años: pagaremos más intereses por la deuda, lo que obligará a subir impuestos o a reducir gasto público. Estas decenas de miles de millones de euros que pagaremos en intereses en los próximos años no se podrán destinar a otras finalidades.
El destino también nos alcanzó en 2022 en la cuestión energética. El precio del petróleo, de la electricidad, y especialmente del gas natural se disparó desde marzo como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania. Sin embargo, el precio de la energía llevaba subiendo desde que empezamos a salir de la pandemia en 2021. Europa ha apostado por la transición energética, pero este año hemos aprendido, por las malas, que no solo hay que tener en cuenta la ecología o el coste, sino también la seguridad en el suministro.
Otra lección que deberíamos tener en cuenta es que ser verde es necesario, pero no es gratis. La transición ecológica consiste fundamentalmente en el cambio de fuentes de energía, desde fuentes, como el carbón o el petróleo, que contaminan hacia otras que no lo hacen. Pero esto supone, por definición, internalizar un coste que antes no se pagaba, el de emitir gases de efecto invernadero, como el CO2. Si se paga por un coste que antes nadie asumía, eso significa, necesariamente, que todo lo que se hace con esa energía es más caro, es decir, supone menos renta, especialmente para los más vulnerables, y más inflación.
Hay que intentar compensar a los perdedores de la transición ecológica, pero, sobre todo, hay que hacer una transición que se pueda pagar. Además, hay que ser conscientes de que el gas natural, que emite menos CO2 cuando se quema que el carbón o el petróleo, es la fuente energética imprescindible para esa transición, al menos de momento, y que en Europa somos enormemente dependientes porque no producimos gas natural.
Para concluir, tenemos una guerra en Europa. Esto no es una buena noticia, aunque sí lo es que una democracia como la ucraniana haya decidido resistir y luchar por su libertad, con bastante éxito. Algunos de los problemas económicos que hemos padecido este año se aliviarían si la guerra terminase. Sin embargo, la rendición tendría un coste muy superior, no solo en términos de libertad para Ucrania, sino de seguridad para el resto de Europa. Un acuerdo de paz, en el que se obtengan ventajas territoriales de una agresión armada injustificada, sería un incentivo brutal para que situaciones así se repitiesen. Esto sería un fracaso para todo Occidente, y el fracaso "no es una opción". Pero, hay que ser conscientes de que mantener el apoyo a Ucrania y la presión a Rusia tampoco es gratis.
El mundo en términos económicos, pero también geoestratégicos, ha cambiado más en los últimos años que en las últimas décadas. Sobre estas cuestiones se publica en marzo de 2023 mi nuevo libro: ¿Y esto quién lo paga? Economía para adultos (Debate) en el que intento responder a esa simple pregunta, y de paso, reflexionar sobre un panorama complejo y desafiante.
Esperemos que este 2023 que empezamos en este frío invierno sea mejor, y menos peligroso, que estos últimos años que dejamos atrás. Con mis mejores deseos para los lectores de elEconomista: Hasta el año que viene.
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