Opinión

Las decisiones energéticas alemanas y sus costes

Las erróneas decisiones energéticas de Alemania las pagamos en toda Europa

Casi nunca en esta vida hay una opción perfecta en la que todo sean ventajas. A menudo hay que elegir entre opciones malas y menos malas. Esto resulta particularmente cierto en lo que se refiere a la política energética. El dilema no suele ser tan crudo como el del esquimal, se ha ido sofisticando, pero sigue existiendo.

Para el que no lo conozca, hace unas décadas se encontró en Siberia el cadáver de un esquimal en un iglú. Había muerto envenenado con los gases de un hornillo. Pero si no hubiese quemado en el hornillo, probablemente hubiese fallecido de frío bastante antes. Este dilema no es el que afrontamos ahora con el calentamiento global, pero seguimos enfrentándonos a un dilema. Por una parte, alterar significativamente los equilibrios de la atmósfera tendrá efectos, y mucho más negativos que positivos, aunque no sepamos exactamente cuáles. Y en los últimos dos siglos, con la industrialización, hemos aumentado exponencialmente el porcentaje de CO2 en la atmósfera. Esto antes era gratis, es decir nadie pagaba por ello, pero eso era y es insostenible.

Si ahora pasamos a internalizar masivamente costes en la producción energética o en el transporte, entre otros ámbitos, todo esto saldrá más caro. Esto tiene inevitablemente dos efectos: por una parte, encarece la producción y el consumo, con la derivada de que como para todo se utiliza energía, acabaremos teniendo una subida generalizada de precios, es decir inflación. No es la única causa de la inflación que ya estamos sufriendo a nivel mundial, pero sí es un factor relevante y, por cierto, permanente. O si lo prefieren es transitorio, pero nos va a durar lo que tenemos por delante de transición energética, es decir décadas.

El segundo factor es que no sólo la inflación es un impuesto injusto que se ceba en los pobres, sino que el propio encarecimiento de la energía es, por sí solo, regresivo. Simplificando, un hogar pobre gasta más porcentaje de su renta no sólo en el consumo, sino también en el consumo de luz o gasolina, y menos, por ejemplo, en ocio. Por eso, el proceso de internalizar los costes de contaminar, o de emitir CO2, que no es un veneno, acentúa las desigualdades sociales. Por eso, la primera lección de todo esto es ser realista y asumir que sí hay costes en la transición ecológica. Eso hay que tenerlo en cuenta para compensar a los perdedores.

Pero si hay que asumir costes, lo primero es intentar que los costes no se disparen y se puedan pagar. Incluso, antes que eso, hay que saber qué costes se asumen con cada alternativa. Por ejemplo, el coste de la energía solar o eólica no sólo es el coste marginal al que ofertan al mercado eléctrico, a menudo cero, sino también, el coste fijo de las instalaciones. Este coste y una determinada rentabilidad, se paga a través de dos vías: por una parte, las primas que forman parte del recibo eléctrico. Éste no es un coste menor y son varios miles de millones de euros al año desde hace década y media. En segundo lugar, cuando otra tecnología, habitualmente el gas, fija un precio en el mercado, que es marginalista como el eléctrico, este precio, elevado, remunera a toda la producción, incluyendo renovables. Si esto no existiese, las instalaciones que apenas tienen coste variable, pero sí un elevadísimo coste fijo, no serían rentables. Y si se quiere que haya nuevas inversiones para atender una demanda eléctrica que, probablemente sea creciente en el futuro, entonces no se puede pretender que las haya a pérdidas.

Pero, esos no son todos los costes de las renovables. Si se quiere que siempre que abramos un interruptor haya luz, entonces hay que garantizar el suministro, y las fuentes renovables son intermitentes, salvo la hidroeléctrica. La capacidad de almacenar electricidad en baterías es muy limitada con la tecnología actual, y, por cierto, no es barata. Eso sí, hace unos años era aún más limitada. Gracias a la mejora de las baterías, tenemos móviles y portátiles. Pero, en estos momentos, la única opción realista es tener fuentes energéticas alternativas de respaldo a las renovables, con sus correspondientes costes y emisiones. Por cierto, cuando sea tecnológicamente posible el almacenamiento masivo, también habrá que incluir el coste de almacenamiento en la ecuación. Porque, la alternativa es sólo disponer de energía cuando sopla el viento o cuando hace sol. Y eso lleva, además, a no poder disponer de la energía cuando más falta hace, en lo más crudo del crudo invierno.

No tener en cuenta todos los costes de la energía, incluyendo el de respaldo, es hacerse trampas en el solitario, y lleva a decisiones económicas absurdas. No se puede sustituir centrales nucleares en funcionamiento por un programa de renovables, creyéndose que es más barato. Si se hace, entonces hay que tener en cuenta el coste del respaldo. Pero, no sólo el coste se disparará, sino las emisiones también. Esto es exactamente lo que está ocurriendo en Alemania. Y de rebote, nos está afectando en toda Europa.

En primer lugar, en general alargar la vida de una central nuclear, o en general de cualquier inversión, es más barato que acometer una nueva instalación de cero. Y esto sin tener en cuenta que cerrar también tiene costes. En realidad, el ahorro es poco más que el combustible nuclear que se deja de gastar. Pero, a cambio, hay que acometer nuevas inversiones que tienen un coste superior. Y cuando las energías renovables no funcionan, y como el almacenamiento de la energía eléctrica es caro, y, sobre todo, absolutamente insuficiente, entonces hay que recurrir a quemar gas y carbón.

Si se quema carbón, además, hay que pagar aún más derechos de CO2. Pero, la demanda mundial de gas está disparada. Y entre otras cuestiones, porque, en igualdad de condiciones, todo el mundo prefiere una tecnología más limpia. Si se quiere utilizar gas, lo más razonable, en términos de coste, pero también de emisiones, es canalizarlo a través de un gasoducto. La alternativa del barco exige licuar el gas, que obviamente tiene coste, y pagar el transporte. Pero, perdonen la enésima perogrullada, para eso hay que tener un gasoducto y quererlo usar.

Argelia ha decidido dejar de enviar gas por uno de los dos gasoductos, el Magreb-Europa, que utilizaba para vendernos gas. Esto nos supondrá más coste y es un ejemplo de otro coste que no se suele tener en cuenta, el coste geoestratégico de depender de proveedores estatales que hacen estas cosas. Alemania depende del gas ruso y ha decidido, justo cuando se aproxima el invierno, no poner en servicio el Gasoducto Nordstream 2 por razones medioambientales. En un mercado europeo y mundial de la energía, si Alemania paga más caro el gas, y consecuentemente la electricidad, todos acabamos soportando mayores precios. Sin dudar de que un gasoducto tiene costes medioambientales, siempre hay que plantearse la alternativa, que en este caso es traerse el gas en barcos y quemar carbón: más emisiones y más coste. Por cierto, una de las decisiones más anti-económicas que se pueden tomar es construir una instalación como un gasoducto o una central nuclear para luego no utilizarla o cerrarla anticipadamente. Para ese viaje es mejor, y mucho más barato, quedarse quieto.

¿Se puede tener una electricidad muy cara, realizar muchas emisiones de Gases de Efecto Invernadero, y tener mucha dependencia exterior? Pues la respuesta, tristemente, es que sí, basta con intentar tenerlo todo, al precio que sea y no tener en cuenta la tecnología que realmente existe ni computar todos los costes. Alemania, en la despedida de Merkel, lo está comprobando con la llegada del crudo invierno. En otras cuestiones, Alemania y el legado de Angela Merkel son un espejo en el que mirarse, pero, quizás no, en sus decisiones energéticas.

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