
Acudamos al conjunto de indicadores que acudamos, podemos estar de acuerdo en que la economía española no marcha lo bien que debería marchar, por capacidades, recursos e historia. No merece la pena insistir sobre ello, las cifras son frías y tozudas. A nivel macroeconómico nuestras debilidades son claras, suficientemente señaladas y persistentes. A nivel microeconómico, en el "día a día", el ciudadano de pie lo nota de forma directa en sus bolsillos, cada día más impuestos -solo anunciarlos ya genera en sí mismo "deseconomía"-, una inflación desbocada -con efectos en la cesta de la compra demoledores para los hogares-, el precio de la luz descontrolado, combustible (gas-oil y gasolina) en máximos históricos, las cotizaciones para los autónomos y emprendedores muy difíciles de asumir por los mismos, el desempleo juvenil liderando la UE y la brecha intergeneracional creciendo.
Con estos mimbres, lo normal es que nos preguntemos "¿hay alguien pensando?". Nuestra economía lleva ya más de tres años reclamando reformas estructurales que no llegan, y eso hace mella sobre ella, a pesar de los esfuerzos que día a día hacen las empresas, empresarios y trabajadores de este país. De seguir esta tendencia nuestra brecha con los países de nuestro entorno seguirá creciendo, la tan deseada convergencia real no llegará, y nuestra competitividad continuará rezagada. No suele ser intuitivo para los ciudadanos saber por qué un determinado indicador u otro es más o menos relevante para su bienestar futuro, pero lo que seguro saben es que quisieran converger en renta per cápita con los países y ciudadanos mejor situados de su entorno, o sea, alcanzar situaciones similares de una forma real.
Esto, no nos cansemos buscando otra "piedra filosofal", implica dotarnos de una estrategia de país que a medio plazo mantenga una tasa de crecimiento de nuestro PIB per cápita mayor a la de los países de referencia. Sobre otras ideas lanzadas recientemente, como que "hay que parar el crecimiento del PIB" u otras de idéntico tenor, entiendo que no merece la pena gastar mucho tiempo o energías, se califican por sí mismas, a la par de lógicamente no sustentarse desde cualquier enfoque teórico conceptual de prosperidad que se aborde. En este sentido, parece oportuno recordar que una economía seria es aquella que es más competitiva, y lo será porque dedica atención a los indicadores clave para su consecución como son un adecuado equilibrio fiscal, respeto y protección del entramado institucional o condiciones macroeconómicas solventes. Pero, además, también es aquella que dedica esfuerzos a impulsar la innovación, la inteligencia artificial, la I+D, la tecnología y la sostenibilidad en sentido real y no en su aspecto más "marketiniano". Si, junto a todo lo anterior, se mejoran las condiciones en el empleo y el inmanejable exceso de regulaciones, los productos y servicios que se generan en esa economía, no solo no pierden competitividad en relación al precio o la calidad, sino que incluso ganan cada día mejores posiciones.
Estas son pues las claves, y ahí están los ingredientes para nuestras reformas. Diversos rankings, los de más solera y tradición, clasifican a los países o regiones en función de su competitividad, los cuales aconsejo visitar periódicamente. El Global Competitiveness Index, publicado por el Foro Económico Mundial (World Economic Forum), ya desde los años setenta del siglo pasado integra los aspectos macro y micro que influyen o explican la menor o mayor competitividad en un solo índice. Según el último ranking publicado, España estaba en la posición 23º, por detrás de Alemania (7º), UK (9º) o Francia (15º), lo que demuestra que aún nos queda mucho recorrido y muchas cosas por hacer. Cualquiera de sus informes subraya el objetivo de valorar la capacidad de los países para proporcionar los mejores niveles de prosperidad a sus ciudadanos. Es por tanto muy clara la relación directa entre competitividad y prosperidad de los ciudadanos de un país. Los 12 ítems sobre los que basan su clasificación son: calidad de sus instituciones, adecuadas infraestructuras, adopción e introducción de las TIC, apuesta por la estabilidad macroeconómica, salud, habilidades, mercado de productos, mercado laboral, sistema financiero, tamaño del mercado, dinamismo empresarial y capacidad de innovación. Y todos ellos son desarrollados y valorados a través de 110 variables. Si muchos economistas y otros profesionales del ámbito del derecho, la ingeniería, la administración pública, después de muchos años y datos analizados han llegado a esas conclusiones, la pregunta sería ¿por qué no se dedica tiempo, esfuerzo y presupuesto a ello?.
Otros indicadores de larga tradición que también se deben tener en cuenta, y en los que hemos empeorado desde 2018, son los recogidos por el Institute for Management Development (2021), a través de los que se analiza la competitividad de 64 países utilizando 4 factores: desempeño económico, eficiencia del gobierno, eficiencia de las empresas e infraestructuras, que a su vez se dividen en 20 subfactores y 334 variables (162 sobre datos, 92 de percepción, y 80 de contexto). En su última publicación, España ha pasado al puesto 39, la posición más baja desde 2014, y la mayoría de los países de la UE mejoran posiciones, gracias a su buena gestión a pesar de la pandemia. Alemania, al puesto 15, Reino Unido al 18, Bélgica 24, Francia 29 y Portugal 36, contribuyendo a reducir la brecha con respecto a otras regiones del mundo. De forma específica, España pasa en "crecimiento real per cápita" al nº 62. Se desploma en indicadores como el "desempleo juvenil" (del 31 al 42) o en "resiliencia de la economía" del 44 al 49, entre otros. La lectura detenida de todos estos índices, que no son cualesquiera, nos marca con claridad el camino para actuar, así como que no estamos siguiendo la senda adecuada. Los factores de competitividad de cada territorio (país, comunidad autónoma o municipio) deben ser conocidos, analizados, medidos y comparados al objeto de fomentar y priorizar políticas públicas y actividades privadas destinadas a incrementar la actividad económica de forma sostenible y eficiente, lo que resulta determinante no solo para mantener, si no también mejorar, el Estado del bienestar y por tanto la prosperidad de todos los ciudadanos, sin exclusión.
En definitiva, un adecuado equilibrio entre la solvencia económica en nuestro país y un desarrollo sostenible se convierten en dos piezas fundamentales sobre las que sostener un futuro esperanzador y próspero. Parece que esto no lo estamos haciendo pues, como decía al principio, excluida la retórica habitual de consumo interno en estos escenarios, España no sale bien parada en las comparativas internacionales recientes. Adicional a lo indicado, recientemente la OCDE calificaba a los hogares españoles como los que más están sufriendo en negativo y en comparación con otros países de su entorno las consecuencias de la gestión económica, o la propia UE en sus perspectivas de otoño modificaba a la baja el crecimiento económico de España, hasta unas cifras muy modestas. Por tanto podemos colegir que, de no cambiar el rumbo, somos una economía amenazada, en el sentido de que seguiremos bajando en las posiciones competitivas con el riesgo directo que tiene sobre el bienestar y la prosperidad del conjunto de los más de 47 millones de españoles.