Los analistas, temerosos de otro episodio de "rabieta" en los mercados por las recompras de activos (taper tantrum), llevaban meses alertando de que el fin de los programas de expansión cuantitativa (QE) en Europa y EE. UU. pondría patas arriba las bolsas mundiales. Sin embargo, apenas les ha afectado la reciente desaceleración en el ritmo de compras de bonos por parte del Banco Central Europeo (BCE) y ni siquiera les ha conmovido que la Reserva Federal de EE. UU. (Fed) dijera que haría lo mismo en breve. Ahora esperan que el final de la QE sirva para superar el siguiente escollo: la escalada de los precios de la energía. Muchos auguran que el efecto inflacionista producto de estos repuntes será suficiente para arruinar la expansión económica mundial. Pero no podrían estar más equivocados. La retirada de estímulos de la QE no corregirá el desequilibrio en el mercado de materias primas (ni falta que hace), sino que las presiones sobre los precios se relajarán a medida que se solventen los problemas de suministro, seguramente antes de lo que la mayoría prevé. Veamos por qué.
En agosto les mostré que la supuesta influencia de las rabietas de los inversores ante la reducción de las compras de activos era falsa, lo que convierte en ridículos los temores actuales. En 2013 y a finales de 2016 se malinterpretaron los recortes en la compra de bonos de la Fed y el BCE, respectivamente, lo que disparó todas las alarmas sobre un eventual cese de la QE en ambas orillas del Atlántico. Por consiguiente, los bancos centrales se vieron obligados a relatar con pelos y señales el calendario de reducción de compras para no asustar a los mercados. De ahí que los mercados descontasen el final de la QE. Por eso apenas se inmutaron cuando Christine Lagarde anunció que "calibraría" los programas de QE el pasado 9 de septiembre. Los parqués europeos cedían un irrisorio 0,4 % una semana después: una rabieta inofensiva.
Con respecto a la renta fija, los rendimientos de los bonos gubernamentales han subido a paso de tortuga en toda Europa desde el anuncio de Lagarde. El bono español a 10 años pasó del 0,88 % al 0,94 %, y el alemán, del –0,05 % al 0,06 %. Calma absoluta.
Esta relativa tranquilidad evidencia que los mercados son capaces de percibir lo que pasan por alto los expertos: la QE está lejos de ser el superestímulo que muchos aclaman. En todo caso, su reducción se traduce en la concesión de más préstamos y en un crecimiento más rápido a medida que se acentúa la pendiente de la curva de tipos, tal y como expliqué en agosto. Este fenómeno es más inflacionario que deflacionario.
El sentimiento en torno a los programas QE ha mejorado, pero sigue siendo reacio. Los analistas ahora interpretan su posible final como un salvador deflacionista. Argumentan que la reducción de "estímulos" limitará la inminente inflación galopante que, supuestamente, pone en peligro el mercado alcista actual. Pero la compra de bonos no afecta a los repuntes en el precio de la energía, sino que su valor es más bien fruto de factores ligados a la oferta a corto plazo.
Considere lo siguiente: ¿Acaso la QE ha impedido que los vientos del mar del Norte hicieran girar las turbinas? ¿O ha limitado la extracción de gas natural después de que la gran demanda posconfinamiento cogiera desprevenidos a los productores? ¿Ha ordenado a Rusia que estrangulara los gaseoductos? ¿Ha provocado la escasez de transportistas en el Reino Unido que ha ralentizado el reparto a las gasolineras? ¿Tiene algo que ver con la falta de carbón en Asia? ¿Desató el huracán Ida, que paralizó temporalmente la producción de petróleo y gas en EE. UU.? La respuesta a todas estas preguntas es, sencillamente, no. La QE en ningún caso ha creado estos problemas, por lo que su retirada no los disipará.
La buena noticia es que las presiones sobre los precios se atenuarán pese a la política monetaria. El viento volverá a soplar y las turbinas volverán a girar en Europa, lo que ayudará a los países que dependen de esta fuente de energía, como España.
Los altos precios actuales del gas natural lógicamente espolean la producción en todo el mundo (Argelia incluida, que abastece a gran parte de España). Muchos ya han iniciado esa senda. En EE. UU., los productores de petróleo y gas también están volviendo a la normalidad tras el paso del huracán Ida.
Nadie duda de que habrá escollos a corto plazo, pero son un componente intrínseco de las recuperaciones. Ahora bien, ¿seremos testigos de una crisis como la de los setenta? Por supuesto que no. La oferta simplemente aumentará para satisfacer la demanda a medida que recobre los niveles anteriores a la pandemia, por lo que pronto veremos una bajada de precios.
Otras materias primas cuya producción es más fácil de acelerar ya han seguido la evolución que acabo de describir. A principios de 2021, los futuros de la madera se dispararon, lo que extendió los temores de que se materializase una inflación duradera. Pero han caído un 60 % desde los máximos de mayo. Los fabricantes se adaptaron, y los consumidores, también.
Incluso si persistieran los reveses de la oferta, el incremento de los precios de la energía no generaría una inflación descontrolada. En España ya subieron un 37 % entre finales de 2009 y 2012, pero el índice de precios al consumo (IPC) solo lo hizo en un 8,4 %. El hecho de que las economías sean más eficientes en su consumo de energía las robustece frente a este tipo de crisis. Además, el gas y la electricidad no representan un gasto tan grande. Si bien forman parte de la rúbrica de vivienda del INE, esta solo representa el 13,6 % del IPC español. Y, aun así, esta ponderación sobrevalora su impacto real, ya que apenas supusieron el 3,4 % del gasto en 2019.
Muchos creen que las alzas en el mercado energético encarecen las últimas fases del proceso productivo. Aunque es cierto que los fabricantes podrían intentar trasladar ese mayor coste a los consumidores, esta premisa presupone que tienen la capacidad para fijar precios y que las subidas continuarán en el futuro, lo que pongo en entredicho. Por más que los repuntes de la energía duelan a corto plazo, lo cierto es que carecen de la magnitud y la capacidad de sorpresa suficientes para desbaratar el rumbo al alza de la renta variable.
El miedo a la retirada de los estímulos se ha convertido en miedo a la devastación inflacionista. Pero estos, como todos los temores infundados, son un factor alcista que avanza sigilosamente y mantiene el sentimiento bajo control, lo que deja el terreno en las condiciones perfectas para que aflore una sorpresa positiva.