
Anda nuestro presidente del Gobierno adaptándose a esa nueva imagen que le ha diseñado el tándem López-Bolaños de moderación y de empatía, gracias que no quiso darle el cielo, y vendiendo como cada inicio de curso político una agenda social que este año viene marcada por el compromiso de subir unilateralmente el salario mínimo interprofesional (SMI), despreciando el diálogo social. Aumento que, con una inflación desbocada del 3,3 por ciento interanual en agosto, récord en los últimos diez años, supone una seria amenaza para la recuperación además de un freno a la creación de empleo, como reflejaba el Banco de España en un reciente informe en el que elevaba a 174.000 los puestos de trabajo destruidos por la subida del SMI en 2019.
Pero eso importa poco a los tejedores de esta mutación de Pedro Sánchez, cuyo principal cometido ahora es intentar dar la vuelta a unas encuestas que pronostican la mayoría absoluta del centroderecha y una caída del PSOE de entre 22 y 25 escaños.
Una subida del salario mínimo que Sánchez acompañó con el anuncio de actuar para bajar el recibo de la luz, pero sin decir cómo ni cuándo. Probablemente porque ni sabe ni se atreve. Y ahí están la presencia de los máximos responsables de las compañías eléctricas en el mitin-fiesta de la Casa de América para rendir pleitesía al Presidente, por si acaso, y que contrastaba con las destacadas ausencias, entre otros, del líder de los empresarios, Antonio Garamendi, y de la presidenta del Banco Santander, Ana Botín.
En Moncloa piensan que lo peor de las crisis, la sanitaria y la económica, ya ha pasado y que con los dineros que vendrán de Europa los ciudadanos empezarán a notar la mejoría en sus bolsillos. Por eso necesitan alargar el mayor tiempo posible la legislatura y por eso se apuntan a la demagogia podemita en contra del criterio de una Nadia Calviño cuya sensatez se posterga una vez más ante el servilismo al Presidente.
Ese Pedro Sánchez que presume de tener el gobierno, no con los ministros más preparados y capaces, sino con más mujeres de Europa, pero que hasta hoy ha sido incapaz de condenar la violencia que sufren las mujeres en Afganistán. Y que ni siquiera ha tenido la decencia de reprobar las despreciables declaraciones de su ministra de Igualdad, Irene Montero.
Comparar, como ha hecho la ministra consorte, la opresión, la tortura y las aberraciones de los talibanes con la situación de las mujeres en España, sólo se puede entender desde una posición de hipocresía y sectarismo radical que denota la catadura moral y el nivel intelectual de este personaje al que del feminismo sólo le preocupa el poder volver "sola y borracha" por la noche.
Con elementos semejantes en el Congreso de Ministros se hace difícilmente creíble esa moderación, sensatez, capacidad y empatía con las que ahora se quiere revestir al Gobierno y a su Presidente. Claro que, en el entorno de Pedro Sánchez entienden todavía que, como cuentan que dijo el expresidente norteamericano Lyndon B. Jonhson, "es mejor tener a tus enemigos dentro de la tienda y meando hacia afuera que fuera de la tienda meando hacia adentro".
Y en razón de esa filosofía lo que empieza a preocupar también seriamente en La Moncloa y en el PSOE es el nuevo rol de la otra cara de la todavía pareja de Galapagar. El ex vicepresidente Pablo Iglesias, ahora reconvertido en tertuliano para hacer lo que él llama "periodismo crítico". Y cuando dice crítico debemos entender doctrinario, que es los más alejado del periodismo libre y veraz que él ha denostado y perseguido. Recordar cuando en abril de 2016 acuso a los periodistas de publicar noticias falsas para medrar en su trabajo. O cuando, en repetidas ocasiones, ha defendido "acabar con los medios de comunicación privados".
Y eso es lo que temen ahora en el sanedrín monclovita y en Ferraz. Que Iglesias se convierta desde las ondas y el papel en el abanderado de la oposición preparando la ruptura de la coalición. Qué algunos en la formación morada tienen ganas y defienden.