Opinión

El entusiasmo europeo ¿se está enfriando?

La pandemia ha vuelto a dejar al descubierto las costuras de la UE

Europa se construye a través de sus crisis y esta vez no iba a ser la excepción. La pandemia que comienza a principios de 2020 ha evolucionado hacia el peor de los escenarios previstos, varias oleadas que obligan a restricciones económicas periódicas en las que las autoridades de todos los países tengan que guardar un difícil equilibrio para preservar la salud de sus ciudadanos y el tejido económico. La pandemia está causando la mayor contracción mundial de producto interior bruto desde la Segunda Guerra mundial y está afectado de forma especialmente importante a los países europeos, y entre ellos, a los países del sur. Este choque asimétrico ponía en peligro la Unión Monetaria y la propia existencia de la Unión Europea, y parecía necesaria una respuesta conjunta y contundente por parte de los países miembros.

Siempre que las economías de la Unión Europea entran en crisis los gobiernos nacionales, que son los que en última instancia ostentan el verdadero poder en Europa, tienen fuertes tentaciones proteccionistas. Sin embargo, estos movimientos de mirar hacia adentro cuando se produce una crisis nunca son la solución, pues intentar mantener la actividad económica a costa de los demás sólo conduce a respuestas similares por parte del resto de Estados miembros, entrando así en una espiral destructiva.

La UE necesita una fuerza externa, la pandemia, para superar las divisiones internas

Conscientes de la historia europea y, ante la mayor crisis que se recuerda, los líderes europeos tras unos inicios dubitativos se lanzaron a dar una respuesta común antes de que la tentación nacionalista y proteccionista pudiera poner en peligro el proyecto común.

Lo peor de la crisis tuvo lugar durante la segunda mitad de marzo y durante el mes de abril. En ese periodo se aplicaron en todos los países europeos las medidas más duras de confinamiento y el resultado sobre la actividad económica fue demoledor. En medio de esta debacle, ante una perspectiva incierta de cómo evolucionaría la epidemia en los siguientes meses, las instituciones europeas se movilizaron.

El primero en reaccionar fue el BCE. Después de unos inicios desafortunados, que incluso llegaron a generar una mini tormenta de deuda pública soberana en los mercados, el BCE finalmente el 18 de marzo anunció un incremento de las compras de activos europeos por valor de 750.000 millones de euros que posteriormente en junio amplio en 600.000 millones adicionales.

La política fiscal tardo más en reaccionar. Inicialmente se limitó a un relajamiento muy significativo de las reglas fiscales. Unos meses más tarde y, a la vista de que la política monetaria era insuficiente para contrarrestar los efectos devastadores de la crisis, el eje franco-alemán movió ficha. Así, el 18 de mayo Merkel y Macron firmaron un documento conjunto que, en esencia, suponía la posibilidad de que la Unión Europea emitiera instrumentos de deuda pública respaldados por todos los Estados miembros con los que financiar 500.000 millones de euros en transferencias con los que reconstruir la economía europea.

Lo rompedor del acuerdo franco-alemán era que quedaba claro que Alemania estaba dispuesta a franquear algunas líneas rojas que, hasta entonces, había considerado insuperables: Alemania aceptaba la emisión de deuda pública europea respaldada por todos los Estados miembros y los fondos que así se obtenían se distribuían entre los países en relación, más o menos directa, con el impacto de la crisis. Formalmente no era un eurobono, pero se le parecía mucho. Además, se aceptaba el principio de que los fondos se trasladaban a los Estados miembros en forma de transferencias, es decir, como ingresos presupuestarios. En un principio esta deuda debía ser devuelta por los Estados miembros, pero no antes de 2028. En todo caso, para entonces ya se vería si efectivamente se devolvía desde los presupuestos nacionales o, por el contrario, se refinanciaba creando las bases de un tesoro europeo. Parecía que Europa había roto todas las barreras para la Unión fiscal y que la crisis creaba las condiciones para una auténtica política fiscal europea centralizada.

Buena parte de la ayuda prometida llegará cuando se haya superado la epidemia del Covid

El texto franco-alemán daría pie al gran acuerdo europeo del Consejo Europeo de julio. A pesar de las reticencias de algunos países que no veían con buenos ojos el cambio de posición de Alemania (los denominados Estados frugales) y de las reticencias de Polonia y Hungría por la condicionalidad del paquete al cumplimiento de determinados principios de legalidad europeos, el Consejo europeo decidió ir más allá de la propuesta franco-alemana y aprobó un paquete de financiación para todos los Estados miembros por valor de 750.000 millones que incluía transferencias y préstamos. Se procuró que todos los países se vieran reflejados y, así, se incrementó la dotación regional para favorecer a los países del este y se mantuvo el volumen inicial de transferencias como pedían los países del sur. La reacción europea había sido tardía pero cuando ésta se produjo lo hacía con una contundencia desconocida hasta entonces. Al nuevo instrumento de apoyo para combatir los efectos de la pandemia se le denominó "Next Generation EU", dando a entender qué habría un antes y un después en la relación entre la Unión y los Estados miembros.

Sin embargo, a partir del verano y con las mejoras de las cifras económicas, el fuerte impulso europeo parece desinflarse. Y ello, no tanto por parte del Banco Central Europeo que continúa dando señales de que la política monetaria iba a ser todo lo expansiva que hiciera falta hasta bien entrado 2021, sino por parte de la política fiscal – del paquete europeo - cuyo resultado final parece que distará mucho de las expectativas generadas en julio. En primer lugar, se ha ido introduciendo, de forma paulatina, una condicionalidad en el uso de los fondos que no estaba tan clara en el acuerdo inicial: los Estados miembros deben intentar cumplir no solo las recomendaciones específicas aprobadas para los años 2020 y 2021, sino también con aquellas no cumplidas de ejercicios anteriores. En segundo lugar, el campo de actuación de los fondos europeos se ha ido cerrando cada vez más hacia proyectos de inversión, dejando menos espacio para la financiación de los estabilizadores automáticos. En tercer lugar, los planes de recuperación de los Estados miembros están contando, casi exclusivamente, con las transferencias, dejando sin utilizar los préstamos. Ello, seguramente, es debido a la dificultad de ejecutar los fondos ya concedidos mediante transferencias y ante el posible estigma que puede acarrear la petición del tramo de préstamos. Ello, en la práctica, supone que el instrumento de apoyo pierde casi la mitad de su potencia de fuego. Por último, el calendario de aprobación y de ejecución llevaba un retraso considerable y a ello se ha añadido el bloqueo de Hungría y Polonia vetando el acuerdo de recursos propios. Este retraso, teniendo en cuenta los dilatados tiempos que hay desde que se aprueban los marcos financieros europeos hasta que los fondos llegan efectivamente a los Estados miembros, en la práctica, significará va a significar qué buena parte de los fondos prometidos llegarán cuando se hayan superado los efectos más importantes de la pandemia.

Pero, además, se ha producido el veto, un veto que plantean Hungría y Polonia a Alemania durante su presidencia y que dice mucho de la falta de cohesión que existe en estos momentos en el continente. No es evidente en estos momentos cuando se levantará este veto. Seguramente, al final se alcance algún tipo de acuerdo. Pero ello será acosta de retrasar la efectividad del paquete financiero y de dejar cicatrices en las relaciones entre los Estados miembros.

Al final, como siempre ocurre en la Unión Europea, se superará la crisis. Pero una vez más ha quedado puesto de manifiesto que en Europa es precisa una fuerza externa para superar las divisiones internas y que, como ha ocurrido con la pandemia, cuando esta fuerza pierde algo de impulso, las divisiones renacen, los conflictos de intereses vuelven a aparecer y el proyecto europeo se ralentiza. Quizás haya llegado el momento de plantearse si el continente no precisa de una mayor integración para aquellos Estados miembros que realmente quieran seguir adelante en ese proceso y, al mismo tiempo, reducir el actual nivel de integración para aquellos países a los que seguir avanzando en el proceso de construcción europea les plantea problemas. Está crisis prueba que Europa necesita estar más unida que nunca, pero al mismo tiempo que cada vez es más difícil unir a Europa.

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