
Un segundo mandato de Donald Trump habría supuesto la demolición del sistema económico internacional de posguerra. El unilateralismo agresivo, las iniciativas comerciales caóticas, el desprecio por la cooperación multilateral y el menosprecio de la idea misma de un bien común global por parte de Trump superarían la capacidad de la red de reglas e instituciones que sustentan la globalización. ¿Pero acaso una victoria de Joe Biden conducirá a una reparación del sistema global? Y de ser así, ¿cómo sería esta reparación? Éste es un interrogante mucho más difícil de responder.
No faltarán ganas de borrar el legado de Trump, tanto en EEUU como a nivel internacional. Pero un simple intento de restablecer el statu quo pre-Trump no abordaría los principales desafíos, algunos de los cuales contribuyeron a la elección de Trump en 2016. Como señaló Adam Posen del Instituto Peterson, la tarea por delante es la de reconstruir, no la de reparar, y debería empezar por una clara identificación de los problemas que debe enfrentar el sistema internacional.
La prioridad debería ser la de avanzar hacia un sistema orientado hacia el bien común. La preservación de los bienes públicos globales como un clima estable o la biodiversidad fue inevitablemente ignorada por los arquitectos del orden económico internacional de posguerra, y (menos inevitablemente) siguió siendo secundaria en la renovación parcial post-Guerra Fría del sistema. Los políticos se centraron en las asociaciones visibles a través del comercio y los flujos de capital, y no en los vínculos invisibles que nos unen a un destino común, lo que ayuda a explicar por qué las reglas e instituciones que gobiernan estos últimos son aún mucho más débiles.
La intención de Biden de volver a sumarse incondicionalmente al acuerdo climático de París de 2015 es bienvenida, pero en sí misma no convertirá el acuerdo en un programa ambicioso y ejecutable. La gran cantidad de actores y la fuerte tentación de dejar que otros asuman las cargas hacen que preservar el bien común global resulte notoriamente difícil. Inclusive en el área de la salud, las soluciones no están a la altura del desafío.
La acción climática es crítica. A falta de un consenso global, los esfuerzos tendrán que depender de una coalición cuyos integrantes converjan en objetivos difíciles y mecanismos de ajuste aplicables al comercio con terceros países. La implementación estará plagada de dificultades. El éxito requerirá acordar qué restricciones comerciales son aceptables y cuáles son simplemente proteccionismo encubierto. Es una vara alta. La UE en este punto está en la primera línea. Ésa es una responsabilidad importante.
La segunda prioridad es lograr que el sistema económico global sea lo más a prueba de rivalidades posible. Más allá de quién ganó las elecciones en EEUU, la competencia entre Washington y Pekín seguirá dominando las relaciones internacionales. Pero la analogía con la Guerra Fría es engañosa, porque los protagonistas de hoy son socios económicos importantes. Mientras que el porcentaje de la URSS de importaciones estadounidenses nunca superó niveles mínimos, China representa el 18%. Los defensores recalcitrantes de la autarquía en EEUU erróneamente ven un mayor desarrollo chino como una amenaza a la seguridad nacional y quieren poner fin a esta interdependencia en un intento por frenar el ascenso de China. Sin embargo, como ha sostenido Nicholas Lardy del Instituto Peterson, un desacople general de China sería una "política de alto coste y de bajo beneficio".
La cuestión es cómo reconocer la realidad de las tensiones geopolíticas y al mismo tiempo contener su impacto en las relaciones económicas globales. La comparación relevante no es con la Guerra Fría, sino con la rivalidad pre-1914 entre Gran Bretaña y Alemania en el contexto del primer período importante de globalización. Quedó demostrado que los argumentos de que los lazos económicos harían impensable una guerra eran equivocados. Pero mientras los Estados se abstengan de librar una guerra real, un régimen multilateral fuerte puede ayudar a reprimir su tentación de librarla por otros medios.
Europa es el mayor de todos los observadores. Corre el riesgo de sufrir un daño colateral como resultado de la lucha entre los dos gigantes globales, que han empezado a hostigarla. Pero la UE no es ineficiente. Debería alzarse a favor del orden económico internacional basado en reglas y liderar la lucha contra su uso como un arma. Como dijo el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores en un informe reciente, el bloque debería empezar por equiparse contra la coerción económica.
La tercera prioridad es fortalecer salvaguardas para los trabajadores y los ciudadanos. Las dudas sobre la globalización han crecido como resultado del conflicto comercial entre EEUU y China, la creciente desigualdad y el reconocimiento de que, en una situación de estrés agudo como la pandemia, las economías avanzadas podrían tener problemas para abastecerse. Los ciudadanos y trabajadores quieren un sistema económico que los proteja mejor. Los gobiernos han tomado nota, y quieren mostrar que les importa. La pregunta es cómo.
La respuesta principal debería ser doméstica: desde la educación y la formación hasta la redistribución de la renta, es mucho lo que los gobiernos pueden hacer, pero que desatendieron en el apogeo de la globalización de libre mercado. Ahora llegó el momento de nuevas políticas.
Sin embargo, la experiencia ha demostrado que pocos gobiernos nacionales pueden trazar una respuesta completa sin un contexto global favorable. Los países por sí solos no pueden frenar la evasión fiscal global de las multinacionales y la competencia regulatoria agresiva. Los responsables de las políticas deberían reconocer globalmente que la sostenibilidad de la apertura económica depende de que sus beneficios estén distribuidos de manera justa. Y, como dice desde hace tiempo Dani Rodrik de Harvard, el sistema global debería promover la apertura y al mismo tiempo darle cabida a una adaptación nacional.
Cada uno de los tres objetivos plantea un desafío. Combinar los tres será una tarea titánica. Nunca en la historia hubo centros de poder rivales obligados a cooperar para abordar amenazas comunes de una magnitud comparable. No es difícil imaginar de qué manera los políticos podrían utilizar los objetivos encomiables de reducir las emisiones de carbono o apuntalar lo que Europa ahora llama "autonomía estratégica" como pretextos para un proteccionismo total. Asimismo, ¿cómo hará el mundo para evitar un colapso económico global si China es vista simultáneamente como una amenaza para la seguridad nacional, un contaminador irresponsable y un destructor de derechos sociales?