
Al perturbar las esferas económicas, sociales y geopolíticas interconectadas del mundo, la crisis del Covid-19 ha expuesto cuán frágiles e injustas son realmente las instituciones que las gobiernan. También ha puesto de relieve lo difícil que es abordar la fragilidad e inequidad sistémicas en medio de las crecientes amenazas a la seguridad nacional.
En 2007, Dani Rodrik, catedrático de Harvard, propuso un "teorema de la imposibilidad" para la economía mundial, según el cual la democracia, la soberanía nacional y la integración económica mundial son fundamentalmente incompatibles. "Podemos combinar cualquiera de las tres, pero nunca tener las tres simultáneamente y en su totalidad".
Para ver cómo las políticas sociales, económicas y de seguridad nacional están enmarañadas en este trilema, consideremos la experiencia de Hong Kong. Desde la época de la dominación colonial británica, una política de "no intervención positiva" ha permitido el crecimiento económico de la ciudad. Los administradores coloniales de Hong Kong sabían que un mercado, un sector manufacturero y un volumen de comercio relativamente pequeños significaban que el compromiso con la apertura, más que una estrategia de desarrollo dirigida a objetivos concretos, era el camino más seguro hacia la prosperidad.
Tenían razón. Hoy en día, Hong Kong posee uno de los puertos más concurridos del mundo y desde hace mucho tiempo permite que el capital, la información y la gente se muevan libremente. Los aranceles casi nulos y los impuestos ultra bajos han permitido que la ciudad se convierta en un centro financiero mundial y en uno de los mayores mercados del mundo para la financiación de acciones y deudas. Y, desde el principio, el proceso de "reforma y apertura" de China incluyó un compromiso económico más profundo con Hong Kong, que reforzó el dinamismo de la ciudad.
Sin embargo, al igual que en las economías avanzadas, el auge económico impulsado por la globalización enmascaró la profundización de los problemas sociales. A medida que la industria manufacturera se trasladaba a la China continental, se perdían muchos puestos de trabajo, no sólo en las cadenas de montaje de la fábrica, sino también en la logística y los servicios administrativos. El resultado fue un vaciamiento de la clase media. Hoy en día, el coeficiente de Gini del territorio -en el que cero representa la máxima igualdad y uno la máxima desigualdad- se sitúa en 0,539, frente a 0,411 en los Estados Unidos (el más alto entre los principales países desarrollados).
Hubo un tiempo en que el enfoque económico no intervencionista de Hong Kong iba acompañado de una política social similar de no intervención. Pero los disturbios de 1967 -una disputa laboral que se convirtió en manifestaciones a gran escala contra el dominio británico- obligaron al Gobierno a construir viviendas públicas de bajo coste para aliviar el descontento de los trabajadores. El enfoque, sin embargo, era defectuoso. Hoy en día, casi el 45% de los residentes de Hong Kong viven en viviendas públicas de alquiler o subvencionadas. En China, en cambio, el 90% de los hogares son propietarios de al menos una vivienda.
Abordar estos problemas sociales no será fácil, sobre todo por los crecientes riesgos de seguridad nacional. El desarrollo económico de Hong Kong fue posible gracias a los casi nulos desembolsos en seguridad nacional, un subproducto del compromiso pacífico entre China y Estados Unidos. Esto comenzó a cambiar con los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, que pusieron de relieve la asimetría entre las armas de bajo coste y las defensas antiterroristas de alto coste - y la necesidad de implementar tales defensas, de todos modos.
Los riesgos que plantea la proliferación más reciente de las tecnologías digitales se caracterizan por una asimetría similar. Los ciberataques son baratos en cuanto a su orquestación, pero pueden derribar sistemas financieros, de información o de defensa completos.
Como sugiere el trilema de Rodrik, estos riesgos obligan a los Gobiernos a hacer concesiones. Las preocupaciones de seguridad nacional deben dar forma a la política económica. Pero el resultado no necesariamente puede hacer avanzar el imperativo de entregar los recursos necesarios para hacer frente a las desigualdades sociales.
Cuando la política económica no logra una equidad social razonable -que se refleja, por ejemplo, en la generalización de la propiedad de la vivienda y en la calidad de los puestos de trabajo- aumentan los riesgos para la seguridad interna. Y, de hecho, en Hong Kong, al igual que en los Estados Unidos y otras democracias, muchos trabajadores y jóvenes han rechazado el actual establishment político, han abrazado ideologías localistas y populistas y han protestado contra las instituciones estatales. Estas tendencias a menudo conducen al caos y a la violencia, invitando a tomar medidas duras para restaurar el orden.
El desafío es aún más complicado para Hong Kong, debido a su posición como puerta de entrada financiera entre China y los cada vez más hostiles Estados Unidos. Como ha señalado Rodrik, la rivalidad chino-estadounidense está determinada en gran medida por las preocupaciones en materia de seguridad nacional, hasta el punto de que la economía corre el riesgo de convertirse en "rehén" de la geopolítica o, lo que es peor, de reforzar y amplificar la rivalidad estratégica.
La militarización de las finanzas de los Estados Unidos ejemplifica este riesgo. Desde que comenzó la llamada Guerra contra el Terrorismo, Washington se ha estado sirviendo del sector privado y los bancos para aislar a determinados agentes del sistema financiero internacional. En los últimos años, los Estados Unidos han recurrido tanto a las sanciones impuestas a otros países que incluso Francia y Alemania han estado considerando la forma de eludir su dominio financiero, incluso mediante la creación de un sistema mundial de pagos alternativo o un fondo europeo que podría permitir la continuación del comercio con los países que han recibido sanciones de los Estados Unidos.
Dado que los Estados Unidos han impuesto sanciones financieras a un número cada vez mayor de empresas y particulares chinos, a China le preocupa que Hong Kong pueda servir como una especie de caballo de Troya, que los Estados Unidos podrían utilizar para desestabilizar el sistema de gobierno de China, incluidas sus iniciativas de seguridad nacional. Después de todo, la estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos tiene como objetivo explícito no sólo proteger a los estadounidenses y su modo de vida, sino también fomentar la "influencia estadounidense en el mundo".
Los temores de China pueden estar llegando a su fin. La Administración Trump aprobó recientemente la Ley de autonomía de Hong Kong, que permite la imposición de sanciones "con respecto a las personas extranjeras involucradas en la erosión de ciertas obligaciones de China con respecto a Hong Kong, y para otros fines". En otras palabras, los EEUU están usando el sistema financiero para castigar a los funcionarios chinos involucrados en la nueva ley de seguridad impuesta en Hong Kong.
La administración del presidente Donald Trump también consideró socavar la fijación de la moneda de Hong Kong al dólar americano. Afortunadamente, los líderes estadounidenses se pensaron mejor esta idea, porque, dada la posición de Hong Kong como el cuarto centro de comercio de divisas más grande del mundo, podría amenazar todo el sistema de pagos en dólares de Estados Unidos.
Pero esta decisión es un pequeño consuelo, dada la trayectoria de la rivalidad entre EEUU y China. El creciente énfasis en la seguridad nacional socavará aún más el comercio y la inversión mundiales, dejando menos recursos para financiar las políticas sociales, abordar la desigualdad y hacer frente al cambio climático. Se trata de una tragedia mundial para la riqueza común, y no hay garantía de que reconocerla cambie el resultado.
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