Opinión

La política de los despropósitos

La crisis sanitaria se le fue de las manos a Sánchez y la económica está en camino.

España batió esta semana un triste récord, convertirse en el país con mayor número de muertos por cada 100.000 habitantes, por delante incluso de Italia, debido a la imprevisión en las medidas sanitarias de Pedro Sánchez. Y eso sin tener en cuenta, que el número de fallecidos reales a causa de la enfermedad puede llegar a duplicar las cifras oficiales.

Miles de ciudadanos españoles no se merecían ese triste final, morir en su casa o en un pasillo del hospital desatendidos por falta de medios materiales para atenderlos.

La catástrofe económica puede hacer palidecer la sanitaria. La mayoría de las organizaciones de análisis está duplicando del 5% al 10% la previsión de caída del PIB para este ejercicio después de conocer las medidas de apoyo al tejido industrial.

Sánchez aceptará convertir la renta vital en permanente, pese a su elevado coste económico

Las grandes empresas tienen recursos para aguantar las adversidades, suprimiendo el dividendo o recortando sus activos, pero qué hay de las pequeñas. El 99,8% del tejido industrial está compuestos por pymes y micro-pymes, con menos de cinco trabajadores, que emplean a casi el 70% de la población activa. En su mayoría pertenecen al sector servicios: bares, restaurantes y hostelería, a los que el Gobierno destinó solo 400 millones de euros en ayudas.

El presidente de Meliá, Gabriel Escarrer, evaluaba esta semana, en elEconomista, en cerca de 200.000 millones la cantidad necesaria para el sector y vaticinaba que la mitad de las empresas desaparecerá o caerá en manos de fondos de capital riesgo, ávidos de negocios a precios de ganga.

España es el segundo destino turístico del mundo y recuperará esa posición tras la crisis del Covid-19, pero quizá en manos de capital extranjero. El dinero destinado a sostener el turismo es muy inferior al de otras naciones, como Alemania, Francia o Estados Unidos.

El turismo es paradigmático, ya que por sí mismo representa el 13% de la riqueza nacional. Su estrepitosa caída arrastrará a otras actividades, que alcanzan casi la mitad de todo el PIB. Si, además, se pierde la campaña de verano, el efecto será catastrófico. Y nadie parece interesado en evitarlo.

El Gobierno aplaza este viernes la liquidación de impuestos de IVA e IRPF para ganarse el apoyo de Ciudadanos, pero limitándola a empresas con hasta 600.000 euros de facturación, muy pequeñas.

El plan oficial se centra en ayudar a los empleados en vez de las empresas que les dan trabajo

Dos tercios de los autónomos, según la patronal ATA, no podían acceder a las ayudas ni a la exención de la cuota, porque no pueden demostrar una caída de la actividad del 75% en marzo, por una simple razón, la medida entró en vigor el día 14. Un truco legal que dejaba fuera a la mayoría.

Después de la polémica ocasionada, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, modificó la norma y la hizo compatible con el cobro de otras prestaciones. Pero, a renglón seguido, puso a la inspección de Trabajo a supervisar cada solicitud.

Una práctica fue ya ensayada en los Expedientes de Regulación de Empleo (Erte), otorgados de manera automática. Pero si la inspección de Trabajo considera que la petición no se ajusta a los requisitos exigidos, el empresario se verá obligado a devolver el importe íntegro del Erte y, además, se expone a una sanción de Hacienda, que puede duplicar la cuantía de lo percibido. ¿Esto es echar una mano a pymes y autónomos?

Pero aún hay más. Las empresas que solicitan un Erte se comprometen, automáticamente, a mantener el empleo durante los seis meses posteriores a su suspensión. Una cláusula que deja su futuro en manos de Trabajo, ya que si éste levanta las ayudas poco después del 26 de abril, la falta de actividad hará insostenible el mantenimiento del empleo y, por ende, la supervivencia de millones de sociedades.

Por si faltaba algo, la medida estrella de la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, la concesión de avales por otros 20.000 millones tras el primer tramo, estuvo a punto de quedar paralizada por la burocracia, pese a que los bancos aseguran que tienen peticiones preconcedidas por 40.000 millones, más del doble de paquete inicial.

En definitiva, el Gobierno se desentiende de las empresas, para volcarse en la protección de los trabajadores, el denominado escudo social presentado a bombo y platillo por el vicepresidente Pablo Iglesias. El plan contempla una renta mínima temporal de unos 440 euros para empleadas del hogar y parados de larga duración, a costa de los fondos de formación de las autonomías.

Es decir, que en vez de reconvertir a los desempleados, se les manda un cheque a casa para que no tengan que volver a trabajar.

El plan despierta una gran controversia, porque la mayoría de las autonomías no quiere renunciar a estos recursos, porque ya cuentan con programas sociales parecidos para personas sin ningún tipo de ingresos.

Iglesias, a quien todo el dinero público le parece poco, puja por convertir la renta mínima en permanente y elevarla hasta mil euros mensuales para familias con un par de hijos, con el fin de asegurarse el apoyo electoral de casi diez millones de personas que aspiran a recibirla.

El coste, estimado en alrededor de 3.500 millones anuales, ha despertado los recelos del ministro de Seguridad Social e Inmigraciones, José Luis Escrivá, quien hasta la crisis del coronavirus era receptivo a acometerla.

En las actuales circunstancias, con un déficit rampante que puede alcanzar entre el 8% y el 10% del PIB y una deuda que se situará entre el 120% y el 130% la renta vitalicia es un lujo asiático que no nos podemos permitir, según el consenso de los analistas.

La renta mínima está sobre la mesa de muchos gobiernos, como una manera de afrontar las pérdidas masivas de empleo que acarrearán las nuevas tecnologías, pero hasta ahora solo unos pocos países tercermundistas la adoptaron y de manera limitada.

Para sorpresa de propios y extraños, el PP de Casado se abstuvo este jueves en la votación para sacar adelante la propuesta del líder podemita, aún a costa de sacrificar los fondos de formación de sus autonomías.

Sin embargo, se opuso al decreto sobre paralización de actividades no esenciales, cuando el propio Sánchez lo puso en marcha tras escuchar las peticiones de los presidentes autonómicos de Murcia, Fernando López Miras; Andalucía, José Manuel Moreno Bonilla o Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco.

Un despropósito parecido es el Real Decreto destinado a captar parados para trabajos agrícolas, sin que pierdan la prestación por desempleo, como si fuéramos un país rico.

La política económica adolece de un plan definido de apoyo a las empresas para evitar su desaparición, mientras que vuelca los recursos sobre los trabajadores. El Gobierno pretende así concentrar sus esfuerzos en estimular la demanda para que la economía vuelva a funcionar en cuanto se levante el confinamiento de la población.

Pero se olvida de que con la incertidumbre sobre el futuro laboral de millones de personas, lo más probable es que ese dinero se destine al ahorro, en vez de al consumo. Además, si las empresas quiebran, ¿cómo sufragará el Estado los subsidios de paro? El déficit y la deuda no se pueden engordar sin limites. Una política contradictoria y suicida.

Sánchez e Iglesias habían encontrado una fórmula mágica para ejecutar sus planes: que la factura la pague Europa, en forma de coronabonos. Pero no cuela. Pese a los esfuerzos de Calviño, en Bruselas no quieren cargar con la política del despilfarro puesta en marcha por Iglesias para ganar electores con el beneplácito de Sánchez. Al final, pagaremos todos los españoles, eso sí, costará décadas dejar atrás las secuelas del Covid-19.

La otra ocurrencia es la de unos Pactos de la Moncloa como los de 1977, pero las circunstancias hoy son muy distintas y la propuesta suena a excusa para seguir haciendo lo mismo. Se echa en falta la creación de un Gabinete de crisis con expertos de prestigio y políticos de la oposición, que trabaje en un plan realista para salir de la crisis. Pero eso tiene un coste muy caro, como ya le ocurrió a Churchill, que pagó con la derrota electoral sus atrevidas soluciones. El interés electoral sigue estando por encima del común de los españoles.

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