No es una buena noticia para España que el ministro con mejor imagen y trayectoria, Josep Borrell, sea sancionado por haber usado información privilegiada en una operación realizada con el dinero que ha dedicado a sus inversiones personales. En cualquier país de nuestro entorno, e incluso en el nuestro hasta hace seis meses, ese ministro que tiene casi el monopolio en el Gobierno del respeto entre muchos ciudadano debería presentar su dimisión. Pero en la España del Pedro Sánchez presidente ya se ha llegado al cupo máximo de dimisiones o ceses inducidos, lo que hasta ahora han sido en realidad las dos renuncias revestidas de dignidad política y humana (Máxim Huerta y Carmen Montón).
La orden es muy clara, tajante: aquí no es dimitido nadie más por muy graves que sean las acusaciones que los medios críticos publiquen día tras día. Aquí se aplica ahora un baremo que contradice radicalmente el espíritu del Sánchez jefe de la oposición, que como en tantas otras cosas tenía criterios muy diferentes entonces a los que aplica ahora.
Aquí no se entrega una cabeza más a la jauría que solo busca criticar y desestabilizar, porque este Ejecutivo es como dijo la vicepresidenta Carmen Calvo el que mantiene "niveles de exigencia éticos como en este país hacía mucho tiempo que no se veía". O lo que es igual: aquí ahora no gobierna ya el Partido Popular, y lo que entonces valía para hacer oposición ahora se ha convertido en ruido que no impedirá que el Gobierno siga trabajando para lograr sus objetivos.
Son demasiados casos ya los que han sobrevenido tras el cese disfrazado de dimisión de la ministra de Sanidad. Los audios de la titular de Justicia Dolores Delgado habrían provocado un tsunami político que se le habría llevado por delante; las viviendas amparadas por sociedades instrumentales para pagar menos a Hacienda habrían costado el cargo a Pedro Duque si quien le hubiera nombrado llevara el nombre de Mariano; la titular de Economía (¡de Economía!) ya no estaría en su despacho tras conocerse que usó dos testaferros para ocultar la compra de su chalet de Mirasierra, un inmueble junto al que no se apostan cámaras ni fotógrafos día y noche; la ministra portavoz Isabel Celáa tendría un verdadero problema en cualquier comparecencia para contentar a los periodistas que preguntaran de forma recurrente por la ocultación de su chalet y su piso en el País Vasco, que olvidó incluir en su declaración de bienes, por los que nadie le pregunta en las ruedas de prensa de los viernes; ni siquiera la secretaria de Estado para el Deporte se libraría del oprobio de comparecer constantemente para explicar por qué cobró sus derechos de imagen a través de una sociedad instrumental, lo mismo que le ocurriría a la máxima responsable de la radio y televisión pública, que es apoderada de una empresa de la que es administrador único su hijo, quien ha trabajado para la misma corporación que ella preside. Rosa María Mateo puede además continuar en su cargo sin tacha alguna tras conocerse que ha engañado a los españoles al falsear su currículum con licenciaturas falsas, una costumbre ya entre nosotros.
La orden del presidente, quien puede recorrer el mundo sin persecución periodística alguna por las dudas sobre su tesis doctoral, es clara. Y no va a variar en lo que queda de legislatura hasta junio de 2020, salvo hundimiento titánico: ni un cese más, ni una renuncia forzada más.