
El génesis de la "era dorada" prometida por Boris Johnson tras su arribada a Downing Street sugiere que el nuevo primer ministro británico se ha aprendido la lección impartida por Trump desde la Casa Blanca. Gobernar significa combatir en una perpetua campaña electoral en la que la supervivencia depende de la formación de bandos enfrentados, apelaciones patrióticas y la longevidad de los eslóganes semeja tener mayor alcance que la verdadera sustancia de las políticas.
Antes incluso de cruzar por primera vez el umbral del Número 10 como inquilino oficial el pasado miércoles, Johnson jaleaba ya su indiscutible autoría compartida sobre la victoria en 2016 de la salida de la Unión Europea como un rasgo de honor, pese al caos y la división que el Brexit ha generado en una sociedad fracturada a la mitad y los evidentes perjuicios que la incertidumbre de los últimos tres años ha infligido sobre una economía que coquetea peligrosamente con la recesión.
Ni la realidad de un PIB menguante ni la angustia del sector privado ni el bloqueo aparentemente inquebrantable han logrado despertar todavía al premier de un sueño que amenaza con tornar en pesadilla cuando comprenda que los obstáculos que habían provocado la caída de Theresa May permanecen aún en su camino.
El primer ministro cree conocer profundamente lo que su público quiere escuchar y espera ampliar su audiencia con un optimismo arbitrario basado en consignas patrióticas
Su primera intervención tras ser confirmado en el cargo por la Reina Isabel II contuvo más anuncios que el más ambicioso de los programas electorales: resolver la dramática crisis de la asistencia social en Reino Unido, aumentar el número de fuerzas de seguridad en 20.000 efectivos más, cerrar la brecha de la productividad entre el renqueante norte del país y el empuje del sur, disparar el gasto en educación y una oleada de recortes fiscales forman parte de la gran agenda que quiso vender para cristalizar el mensaje de que, con él, la austeridad de la última década ha muerto.
El problema es que hasta la última de sus aspiraciones está supeditada a la materialización de la madre de todas las promesas, el divorcio el 31 de octubre, una determinación que no ha dado muestra de atenuarse una vez experimentada la dramática bajada a la realidad que tradicionalmente impone la perspectiva tras los muros de Downing Street. El primer ministro cree conocer profundamente lo que su público quiere escuchar y, es más, espera ampliar el volumen de su audiencia con un optimismo arbitrario basado en letanías patrióticas y consignas fundamentadas en torno al orgullo nacional británico.
Su estreno en la tribuna de Westminster ha confirmado que su particular estilo de extravagancia y vaguedad lo acompañará, al menos mientras pueda, en su faceta como mandatario. Donde los diputados le demandaban el pasado jueves respuestas ante la parálisis del Brexit, él se las arregló para evitar facilitar más concreciones que las ya conocidas sobre su deseo de sellar un "nuevo acuerdo" con la UE que sustituya al existente y, ante todo, asegure la "abolición" de la controvertida salvaguarda de la frontera irlandesa.
De esta forma, pretende establecer cuanto antes un pacto de libre comercio con el continente, pero no aclara cómo conseguirá negociar el futuro, cuando todavía no se ha resuelto el presente. De hecho, su intención pasa por consolidar su imagen como la de un líder dispuesto a arriesgarlo todo para defender el mandato de la ciudadanía. Su mente y su equipo están en modo electoral y no precisan siquiera que Bruselas ceda a sus demandas.
Su primera conversación con el presidente de la Comisión Europea, 24 horas después de su aterrizaje en el Número 10, confirmó lo que ya sabía, es decir, que para el bloque, el acuerdo sellado en noviembre no se toca. No obstante, él tampoco tiene previsto renegociar con sus todavía socios para obtener cambios cosméticos, sino para allanarle el terreno para lo que verdaderamente ansía: reforzar su control del poder.
Frontera con Irlanda
De ahí la retórica en torno a la reapertura del acuerdo de retirada y la eliminación del mecanismo de seguridad para impedir reimponer una frontera dura con Irlanda, dos condiciones sobre las que el premier británico es consciente de que los Veintisiete no claudicarán, no solo porque para ellos supondría desdecirse de un posicionamiento mantenido férreamente durante meses, sino porque ceder amenazaría tanto la letra como el espíritu del proyecto comunitario.
A él, sin embargo, le basta con reclamarlas para apuntalar en casa su imagen de defensor de los intereses de Reino Unido y para retratar a Bruselas como un ente intransigente que ha rechazado la mano conciliadora de Londres. Con esta beligerancia y su invocación al "esfuerzo nacional" de la II Guerra Mundial, su estrategia pasaría por apostar por una salida sin acuerdo como única alternativa que la UE ha dejado a su disposición, pese a los dramáticos efectos que el propio regulador fiscal del Gobierno ha anticipado en tal desenlace, desde un agujero en las finanzas públicas de 30.000 millones de libras (33.400 en euros) durante los próximos cuatro años, a una perniciosa recesión en 2020.
El alcance del riesgo de un Brexit abrupto incluye carencias en materia de alimentos, los problemas de abastecimiento de medicinas y potenciales disturbios en la calle
Según había contado The Sunday Times antes del fin de las primarias, Johnson se habría quedado profundamente conmocionado cuando altos funcionarios del Estado le explicaron el alcance del riesgo de un Brexit abrupto, desde las carencias en materia de alimentos, a los problemas de abastecimiento de medicinas y potenciales disturbios en la calle. Además, desencadenaría el daño colateral que desbarataría cualquier reputación de competencia económica de la derecha británica.
En consecuencia, aunque puede que el premier hable en serio cuando dice estar preparado para tal sacrificio, lo cierto es que sabe que el Parlamento se lo impedirá, de una manera u otra, y es ahí donde su táctica cobra sentido: al detener una ruptura a las bravas, la Cámara de los Comunes le pondría en bandeja de plata el argumento perfecto para luchar en unas generales y, espera, ganarlas.
La diatriba electoral se diseñaría en torno a la idea de que Boris Johnson es el mandatario que lucha por la voluntad de la ciudadanía, frente a la desconexión de la burbuja de Westminster, un campo de batalla que se ajusta a la perfección al perfil de un candidato que había logrado hasta dos victorias para el Partido Conservador en Londres, una metrópolis eminentemente liberal, y capaz de llevar en 2016 el peso de una campaña a favor de abandonar la UE que había desafiado al establishment en su conjunto.
El plan tiene sus escollos, no solo porque podría reventarle en las manos si no le garantiza los escaños necesarios, sino porque se basaría en una peligrosa dicotomía que podría polarizar todavía más la sociedad y agravar los ataques dirigidos a los diputados desde que el bloqueo se encallase como la nueva realidad.