
Pablo Iglesias apagó la luz y al encenderla habían desaparecido Íñigo Errejón y sus 'ajedrecistas'. Poco después el líder de Podemos la ha vuelto a apagar y al darle de nuevo al interruptor se han esfumado los Anticapitalistas: el partido -Podemos, no Unidas Podemos, hay que aclararlo- ya es suyo al 100% y llega solo a Vistalegre III. No se trata de escrutar quién tuvo la culpa -yo le saqué un cuchillo y el me pegó un tiro, parafrasenado a Groucho Marx-, sino de constatar una realidad palmaria: el creciente verticalismo de los partidos políticos y la disolución de su pluralidad interna.
En un sistema democrático naciente como el español a finales de los 70, apriorísticamente débil, la clave pasaba por tener partidos políticos fuertes, auténticas maquinarias. Poco a poco, las formaciones fueron colmando esa aspiración del artículo 6 de la Constitución, si bien se fueron dejando atrás otra frase del precepto: "Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos". Pronto los partidos derivaron en verticalismo, intercambio de favores y dominio absoluto de un líder o una dirección.
Pocos tosieron al tándem Felipe González-Alfonso Guerra en el PSOE y lo mismo pasó con José María Aznar en el PP. Sin embargo, sí había matices que ahora se disipan. Con perdón de las recurrentes escisiones a la izquierda de la izquierda, siempre había corrientes internas, díscolos consentidos o sensibilidades intermitentes. Lo que se está viendo ahora es que toda 'disidencia' acaba siendo purgada o simplemente prefiere irse.
Esto se traduce en una reducción del espacio negociador dentro de los partidos, transfiriéndose éste a la negociación entre formaciones. Algo que se ha visto claramente en el convulso ciclo electoral español vivido recientemente. Los partidos se han blindado en torno a lo dispuesto por su dirección y la transacción se ha tenido que buscar con las otras fuerzas derivando en el choque de sobra conocido y materializado en el bloqueo.
Este proceso quizá haya tenido su mayor expresión en Francia con Emmanuel Macron: un candidato potente y aglutinador con una plataforma -En Marche!- en torno a su persona que rompe el escenario de partidos. En España, y con permiso de los 'morados' y los efectos que ha tenido el hiperliderazgo gradual de Iglesias, el caso paradigmático ha podido ser Ciudadanos.
La creciente adaptación de la armazón de un partido que creció demasiado rápido en torno a la figura de Albert Rivera laminando contrapesos internos hipotecó su rédito electoral. Así lo explica el exdirigente de los 'naranjas' Xavier Pericay en una entrevista a El País en la que llega a comparar el funcionamiento del partido con Rivera al Sindicato Vertical durante el franquismo. Ciudadanos contaba con un bagaje de 'rebeldes' como Luis Garicano, Toni Roldán o Francisco Igea que ofrecían la posibilidad de vender una pluralidad interna que, sí, puede traslucir ambigüedad, pero también puede ayudar electoralmente -a Podemos se llegó a votar o por Iglesias o por Errejón o por Juan Carlos Monedero-.
En Ciudadanos también se ve claro cómo el poder territorial es clave en esta disquisición. En plena pugna soterrada por la refundación del partido tras la marcha de Rivera, Igea batalla para que haya 'baronías' territoriales que reequilibren la toma de decisiones. Por contra, Inés Arrimadas, máxima favorita al liderazgo, aboga por centralizar el poder a riesgo de repetir el error de su antecesor.
Dentro del espectro político, y siguiendo con los partidos 'nuevos', el caso de Vox va en sintonía aunque ofrece matices. Dejados atrás sus primeros pasos, es incontestable que el partido ha llegado hasta donde ha llegado con un partitura clara: liderazgo fuerte de Santiago Abascal y 'guardia pretoriana' reducida, afín y con exposición mediática. Es distinto a los otros casos, porque aquí se ha formado esta estructura y se ha crecido así. No ha habido una evolución interna tan notoria a raíz de los acontecimientos políticos.
Los matices de PSOE y PP
El gran contraste y posiblemente la gran contradicción la ofrecen los todavía dos grandes partidos. PSOE y PP llevan más décadas con la fama de férreas 'dictaduras internas', pero precisamente su alcurnia hace que converjan los dos fenómenos descritos: verticalismo y pluralidad.
En el caso de los socialistas, la pluralidad interna -el contraste, si se prefiere- ha vivido momentos de apogeo como en las primarias en las que resultó elegido José Luis Rodríguez Zapatero en el 2000 o en la batalla entre Alfredo Pérez Rubalcaba y Carme Chacón en 2012, dirimida por un puñado de votos. Sin embargo, ninguno como la guerra de 2016 y 2017 entre 'sanchismo' y 'susanismo'. El auténtico y genuino proceso fratricida vivido dentro de las paredes de Ferraz supuso un hito tal que, tras recuperar el cetro, Sánchez maniobró para ahorrarse futuros disgustos como aquella tarde de 2016 en la que la que la Ejecutiva socialista se partió por la mitad.
Este nuevo verticalismo de Sánchez le ha sido tan eficaz que lo ha acrecentado desde el Gobierno hacia el partido, llegando a veces a provocar cierto estupor cuando cuadros de la formación se han enterado a posteriori de algunas decisiones tomadas por el presidente y su círculo más cercano, mención especial para Iván Redondo. Con todo, esta dinámica no ha impedido la constante contestación de 'barones' como Emiliano García Page o Javier Lambán. La toma de decisiones no 'corre peligro', pero sí hay muestra de disensión interna.
Esto también se ve en los 'personajes' del partido. Pese a esta espesa cobertura 'sanchista', en el partido siguen conviviendo perfiles tan distintos como los de Adriana Lastra y Josep Borrell, como siempre le gusta remarcar desde ERC a Gabriel Rufián. Este fenómeno es difícil en partidos como los nuevos: Podemos ha visto perder caras carismáticas para parte su electorado como el propio Errejón o Teresa Rodríguez.
Otro tanto sucede con el PP. La llegada de Pablo Casado fue posible como 'tercera vía' por un choque de dos corrientes -sin entrar a valorar si era cuestión de afinidades, de intereses o de ideología- representadas por Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal. Tras su aterrizaje, Casado quiso combinar su línea más pura con la integración de valores del 'marianismo', algo que no le ha sido posible.
La mayoría de perfiles 'marianistas' se han ido a sus quehaceres y se ha impuesto una línea representada por los postulados de Aznar y la ascendencia de dirigentes como Cayetena Álvarez de Toledo o Teodoro García Egea. Aún así, el equilibrio en este caso ha vuelto a ser territorial. Han vuelto a ser los 'barones' -desde, especialmente, Alberto Núñez Feijóo y su feudo en Galicia hasta los 'sorayistas' Juan Manuel Moreno Bonilla en Andalucía y Alfonso Alonso en el País Vasco- los que han hecho de contrapeso. El giro de Casado tras el 26-M con el 28-A aún supurando es muy revelador: los 'barones' pidieron otro tono. Con el arranque de la nueva legislatura Casado ha variado de nuevo el mensaje. Queda por ver si el equilibrio se acabará rompiendo.