
La única buena noticia es que la tragedia no es aún definitiva y la sentencia se puede pelear, o tal vez apelar. Dice Macron que aún estamos a tiempo de recuperar la autoestima y construir una Europa que se mire al espejo con respeto, no con resignación. Pero para ello, hace falta liderazgo. No el que viaja a campos de golf para firmar lo que otros escriben. Sino el que escribe su propio guion.
Por momentos, sentimos la incómoda sensación de que Europa ha dejado de ser protagonista de su historia para convertirse en una nota a pie de página en la de otros. No hay más que observar lo acontecido con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, arrodillándose para firmar un acuerdo comercial con Donald Trump en su campo de golf escocés, escenario que, más que diplomacia, evoca sumisión. Y lo hizo para aceptar aranceles del 15% y poder así comprometerse a compras multimillonarias de gas y armamento estadounidense. ¿Qué ha sido de aquella Europa que se sentaba en la mesa de las decisiones con dignidad, visión estratégica y ambición propia? Lejos nos queda aquella Europa que emergía en los años ochenta, aún entre escombros ideológicos de la Guerra Fría, como un proyecto de civilización. A la cabeza, personalidades de calado como Helmut Kohl, François Mitterrand, Jacques Delors o Felipe González. Ellos, con sus errores y sus aciertos, compartían un hilo conductor: creían en Europa no como un apéndice de Washington, sino como un bloque autónomo, con peso geopolítico y alma política.
Hoy, sin embargo, asistimos al espectáculo de una Unión sin nervio ni coraje, desdibujada y entregada al dictado de lo que digan otros. Von der Leyen, que alguna vez pareció tener pulso, se ha convertido en una emisaria de la resignación. Viaja a firmar con Trump en terreno ajeno, con un lenguaje corporal que evidencia el desequilibrio de fuerzas. Esto no es una negociación: es un acto de obediencia. Nos dicen que el acuerdo evita una guerra comercial. Nos dicen que era lo menos malo. Que se busca certidumbre. Pero conviene recordar una regla esencial de la política internacional: quien se arrodilla una vez, lo hará siempre. Y Trump, que de tonto no tiene un pelo, ha tomado nota. La retirada temporal de ayuda militar a Ucrania fue un primer aviso. Las amenazas a la OTAN, un segundo. La firma de este acuerdo, el tercero. Europa reacciona no con firmeza, sino con pánico. Rutte y compañía se deshacen en concesiones, como si bastara con aplacar al ogro para que no vuelva.
Y, sin embargo, no estamos condenados a esta debilidad. Europa tiene más habitantes que Estados Unidos, una capacidad tecnológica formidable, una industria potente, universidades de primer nivel. Lo que le falta no son recursos, sino voluntad política. Una visión común. Un mando único. Y sí, un Ejército europeo que actúe como fuerza disuasoria y no como eco de la OTAN. El siglo XXI no nos permitirá vivir del prestigio moral de posguerra. Las alianzas fundadas en 1945 están obsoletas. China avanza, Rusia golpea, América impone. Y Europa… se lamenta.