Opinión

50 años de la Crisis del Petróleo

  • Las restricciones en una materia esencial se trasladan a los precios energéticos

Juan Corona. Catedrático de Economía Aplicada, Universitat Abat Oliba CEU

Amenazas de desabastecimiento energético, inflación desbocada, crisis geopolítica global, tensiones sociales, incertidumbre generalizada. Aparentemente nos encontramos a inicios de otoño de 2023 frente a un escenario apocalíptico para el que no estamos preparados. Sin embargo, lo cierto es que estos titulares son idénticos a los que se produjeron hace 50 años, cuando tuvo lugar la Crisis del Petróleo (la primera, como supimos más adelante).

Los paralelismos son evidentes, más allá de las diferencias que se encuentran en el origen de ambas crisis, por lo que merece la pena detenerse en las lecciones que se aprendieron hace 50 años para aplicarlas a la actualidad y con ello, posibilitar una salida más rápida de la crisis actual, y tomar medidas para evitar que vuelva a repetirse en el futuro aunque, como bien sabemos, la historia se repite.

La crisis de 1973 se produjo como consecuencia de la guerra de Yom Kipur. Tras el triunfo de Israel, los países árabes de la OPEP decidieron dejar de exportar petróleo a Estados Unidos y a los países occidentales que les habían apoyado, provocando que, en cuestión de días su precio se cuadruplicara, generando una crisis de suministro durante seis meses, y de precios con posterioridad a la misma, provocando un efecto domino que se contagió, en mayor o menor medida a todos los países industrializados del mundo. 

Si bien en nuestros días, la causa se encuentra en la invasión de Ucrania, y los problemas se centran fundamentalmente en el gas natural, las similitudes son obvias. Más aún tras la guerra entre Israel y Gaza. Las restricciones en una materia esencial se trasladan a los precios energéticos, y de ahí al conjunto de la economía. De hecho, estamos en presencia del período de la historia en que se han producido incrementos del precio de la energía más elevados en tan poco tiempo, lo que afecta, especialmente, a los países más consumidores.

Revisemos brevemente que ocurrió con posterioridad a la crisis de 1973. En primer lugar, la energía es una parte esencial de los costes variables de cualquier actividad empresarial, por lo que, la lógica traslación del incremento de costes a los precios de los productos, supuso un notable incremento en la tasa de inflación. La reacción, automática y ortodoxa, de la política monetaria consistió en incrementar de forma considerable los tipos de interés, lo que suele ofrecer buenos resultados en materia de inflación pero presenta daños colaterales. 

Aunque el mix energético en la actualidad no presenta una dependencia tan fuerte como la del petróleo hace 50 años, y pese a que la inflación subyacente sigue siendo relativamente baja, la experiencia nos demuestra que los precios fueron rígidos a la baja. Es decir, que cuando desaparezcan las causas, los precios seguirán en niveles elevados.

Una política económica contractiva puede ser operativa a nivel de precios, pero si no se produce una reducción de la demanda agregada (suele ser habitual por el tradicional retardo de reacción en los consumidores), es preciso que el sector productivo reduzca costes, lo que implica un shock de oferta: reducción de la producción, destrucción de empleo y, como consecuencia tasas negativas en la evolución del PIB (o ligeramente positivas en su caso). 

Resumiendo, se crea un escenario en el que conviven paro e inflación, la temida estanflación, situación para la que las políticas keynesianas carecen de solución, ya que están diseñadas para luchar contra el paro o la inflación, pero no simultáneamente. Hay, que asumir que las políticas de estabilización no funcionan en un entorno de estas características. Subir tipos, aumentar impuestos y disminuir el gasto resuelve el problema inflacionista pero hunde la economía. Incrementar gastos y reducir el coste del dinero, puede estabilizar el empleo a costa del descontrol de la inflación.

Hace 50 años nos enfrentamos ya con este problema y se adoptaron diversas medidas. Desde el punto de vista productivo, se potenciaron energías alternativas al petróleo, que han permitido diversificar las fuentes y lugares de suministro, ayudando a atenuar el impacto de la reciente crisis generada por Rusia. Claramente sigue siendo recomendable avanzar en esta línea de cara al futuro. Hay que reducir al máximo la dependencia en entornos geopolíticos tan complejos como el actual. 

Sin embargo, en el ámbito de la política económica se ha aprendido más bien poco. Las lecciones prácticas demostraron la escasa eficiencia de las políticas estabilizadores keynesianas para enfrentarse a las crisis que no son de demanda agregada. La salida de la crisis sólo fue posible cuando se implantaron políticas de oferta, vinculadas a la productividad y a la competitividad, que supusieron duras reconversiones industriales, con importantes cambios estructurales. La lección fue clara, cuando un modelo está agotado no sirven los parches, hay que cambiar de modelo. Esperemos que los responsables de la política económica estudien bien la crisis del 73 y dejen de aplicar planteamientos condenados al fracaso.

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