
Cuando el Comité de Expertos de Reforma Fiscal le dedicó once propuestas al Impuesto sobre el Patrimonio, algo hacía sospechar que el Gobierno Central trataría de mermar la autonomía financiera de las comunidades autónomas, sin mover una coma del Concierto Foral.
Pero calificar de dumping fiscal al uso de la potestad normativa que les confiere la LOFCA a las regiones es, cuando menos, pueril. Porque si detrás de la descalificación lo que se pretende es una recentralización del ingreso, será necesario abrir previamente el debate de la centralización del gasto en sanidad, educación, justicia, … que fue la causa de la cesión de competencias tributarias.
Y si se teme por la deslocalización de personas y capitales, ¿qué mayor incentivo a la "votación por pies" que mantener un impuesto que, como tal, solo existe en Noruega y Suiza? Por cierto, el llamado Impuesto sobre la Fortuna noruego, recae sobre el 0.15% de los patrimonios superiores a 1,5 millones de coronas noruegas. España, sin embargo, es el "anti paraíso" fiscal para los titulares de un patrimonio, pues ya hasta la vecina Francia eliminó su ímpôt de solidarité sur la fortune el 1 de enero de 2018.
Indudablemente, el sistema fiscal no es neutral e induce a la movilidad de personas físicas, especialmente cuando la carga tributaria se percibe como excesiva. Y, en sentido contrario, cuando las administraciones públicas encienden el botón verde de reducción de impuestos se convierten en territorios atractivos para personas y empresas.
En España el 74,3% de la recaudación patrimonial procede de la titularidad de bienes de capital mobiliario y el 19,77% corresponde a bienes inmuebles. Como el capital es fácilmente movible, a nadie se le escapa que los contribuyentes localizarán sus inversiones allí donde la presión fiscal sea más baja. Y en la actualidad, la movilidad del capital se materializa con una llamada de teléfono o con un simple apunte en cuenta, por lo que la existencia de un impuesto que grava la titularidad del capital es un reclamo para la huida de las inversiones. Y, en cuanto al gravamen de los inmuebles, nada justifica que la posesión de una vivienda se grave, al menos, doblemente por parte de la Comunidad Autónoma en el Impuesto sobre el Patrimonio y, de nuevo, por los ayuntamientos en el IBI.
El gobierno no duda en argumentar la subida de la carga fiscal con razones estériles, silenciando que uno de los motivos por los que se pretende el mantenimiento del impuesto es que en Cataluña la brecha fiscal entre la titularidad de los patrimonios y su recaudación es del 44,43%, según datos de las propias autoridades fiscales catalanas.
Pocos son los principios tributarios que se pueden aducir para justificar su mantenimiento. Ni siquiera la suficiencia financiera, ya que el impuesto no consigue obtener los niveles de recaudación lo suficientemente amplios como para que sea considerado como un pilar básico de la financiación autonómica. Por esto, si los territorios deciden, en el uso de su autonomía financiera y fiscal, eliminarlo o bonificarlo, deberán hacer una gestión eficaz de sus recursos para mantener el nivel de servicios públicos, como expresión de su soberanía fiscal. Sin injerencias del Estado Central y sin críticas de otros territorios, pues la competencia es positiva, y la competencia fiscal a la baja es muy beneficiosa para los ciudadanos, siempre que se haga con transparencia y concediendo el mismo trato a todos los contribuyentes que se encuentren en la misma situación económica, de acuerdo a las normas de equidad tributaria. Como se está haciendo con el Impuesto sobre el Patrimonio y el Impuesto sobre Sucesiones
La tributación de la riqueza hoy en día es difícil de justificar, pues en ocasiones el tipo de gravamen soportado excede de la rentabilidad conseguida en las inversiones. El propio Tribunal Constitucional entiende que un impuesto que somete a tributación manifestaciones irreales, ficticias o inexistentes de la capacidad económica es un tributo confiscatorio. La última propuesta de reforma del impuesto evidencia este alejamiento por gravar la capacidad económica real de los ciudadanos, pues se pretende hacer tributar los inmuebles por su "valor de referencia", gravando una capacidad fiscal presunta y no real.
El ejemplo más palmario de confiscatoriedad se da en aquellos contribuyentes que tienen que enajenar parte del patrimonio para hacer frente al pago del impuesto. Además, en algunos casos, la venta del patrimonio se realiza por valores inferiores al de mercado, e incluso la enajenación se realiza a precios inferiores a los valores de tasación empleados por la propia Administración Tributaria.
No hay que olvidar que en los debates previos a la aprobación del Libro Verde de Reforma Fiscal del año 1978, los expertos -que entonces tenía nombres, apellidos, bagaje profesional y se les conocía públicamente- propusieron que el Impuesto sobre el Patrimonio se configurara como un tributo a tipo cero. De esta manera los ciudadanos declararían la realidad de sus patrimonios y se daría cumplimiento a su finalidad que era únicamente el control y no la recaudación. Sin embargo, la voracidad recaudatoria de los hacendistas desvirtuó su finalidad estableciendo una escala progresiva. Y de aquellos polvos, estos lodos.