A principios de este año el euro se intercambiaba a 1.14 contra el dólar estadounidense, la inflación general en EE. UU. estaba en el 7,5% y en Europa al 5,1%. En tan solo siete meses la inflación que padecemos, tanto los estadounidenses como los europeos, ronda el 8,6%. Curiosamente, ante el mismo nivel de inflación vemos cómo se articulan respuestas que difieren notablemente en términos de intensidad. La Reserva Federal comenzó con su normalización monetaria en marzo de este año, y si bien el inicio fue lento, ahora lleva a cabo subidas de tasas de interés del 0,75% en cada reunión, planteando como meta alcanzar el nivel del 3,4% para finales de este mismo año. Además, ha comenzado a reducir el balance de deuda adquirido durante la última década a un ritmo de cincuenta mil millones mensuales, pero eso solo para abrir boca, ya que a partir de septiembre de este año pretende subirlo hasta los 95.000 millones al mes. Por su parte, el BCE ha anunciado su intención de subir las tasas de interés por primera vez en más de una década en 0,25%, lo que dejará el tipo de interés en el -0,25%. Todo apunta a que habrá que esperar al último trimestre de este año para tener tasas de interés positivas pese a tener una inflación descontrolada. Respecto a la deuda adquirida por el Banco Central Europeo, no pretenden seguir los pasos de la FED, es decir, reducir el balance, sino tan solo mantenerlo estable en el entorno de los nueve billones de dólares actuales.
Cuando dos bloques económicos tan relevantes como son EE. UU. y Europa enfrentan de modo tan distinto el mismo problema de inflación, es inevitable que pasen cosas como la que estamos viviendo en la cotización de la divisa euro frente al dólar. El euro se ha depreciado un 14% contra la divisa americana en menos de siete meses, lo que a priori no tendría por qué ser malo en un contexto de desaceleración económica global, ya que permite que nuestros productos sean más competitivos en el exterior. Sin embargo, hay dos peculiaridades que hacen que un euro débil no sea bueno para nosotros. En primer lugar, hay que señalar que la balanza comercial, que durante muchos años arrojaba superávit, ahora es deficitaria, es decir, que el valor de nuestras importaciones supera al de nuestras exportaciones, y, por tanto, un euro débil nos hace daño, en lugar de ayudarnos. En segundo lugar, no podemos olvidar que el principal problema que tenemos sobre la mesa en el plano económico es una inflación desbocada, y que casi la mitad de ese problema lo generan los precios de la energía. Por desgracia, el precio de las materias primas cotiza en dólares, o, dicho de otra manera, la depreciación del euro encarece el precio de la materia prima que compramos. Por tanto, si el petróleo ha subido un 27% desde principios de este año en dólares, para nosotros, los europeos, la subida real ha sido de un 41%, ya que lo pagamos con un euro que se ha depreciado un catorce por ciento en lo que llevamos de año contra el dólar. Este ejercicio habría que hacerlo con el gas natural, los cereales y en general cualquier materia prima esencial para la actividad económica que desarrollamos. Este problema que vivimos en Europa también lo comparten las economías emergentes donde la depreciación del valor de sus divisas contra el dólar aun es mayor, lo que encarece sus importaciones, consolida niveles de inflación cada vez mayores, y aumentan sus cotas de endeudamiento denominado en dólares.
En los últimos diez días de julio se reúnen tanto el BCE como la FED para darnos una nueva dosis de realidad económica. Los inversores descuentan como escenario base que el primero subirá los tipos en 0,25% mientras que el segundo lo hará en 0,75%. Probablemente, lo más importante no sea lo que hagan, sino las pistas que den respecto a qué pretenden hacer en las sucesivas reuniones. Llevamos semanas escuchando cómo las alarmas que advierten del riesgo de recesión global no hacen sino aumentar. La deuda en el mundo ha superado los trescientos billones de dólares, es decir, el 355% del PIB mundial. Debemos ser conscientes del riesgo que representa el inicio de un ciclo de subidas de tipos, es decir, de encarecimiento del dinero a nivel global, en un mundo ultra endeudado. Los gobiernos y los bancos centrales nos dicen que no nos preocupemos, que solo provocará un "aterrizaje suave" en la economía, pero no una recesión. Y la verdad es que oír ese mensaje sería un consuelo, de no ser porque lo dicen los mismos que hace escasamente un año nos decían que el problema de inflación era transitorio y que no debíamos preocuparnos por ello.